Texto: Rodrigo Agustín Peralta
Lectura: Solange Rosales
Ilustración: Natacha Goransky
Clara saltó los últimos escalones del piso ocho y se tropezó. Se agarró de la baranda para no caerse y sintió un dolor intenso en el hombro derecho, pero siguió corriendo escaleras abajo. No había tiempo para el hombro ni para el dolor. Tenía que seguir bajando, tenía que llegar a la calle.
Había ido al cuarto de los chicos a llevarles galletitas. Maca se había subido a un banco y estaba asomada a la ventana. Se reía con esa risita aguda que a Clara le gustaba tanto.
-Macarena, salí de la ventana.
-Vuela, mamá, vuela.
Clara miró alrededor.
-¿Dónde está tu hermano?
-Lo solté -dijo como si fuera algo obvio.
Clara dudó apenas un instante antes de salir corriendo por el pasillo hasta las escaleras; el ascensor era demasiado lento.
Cuando llegó a planta baja, se dio cuenta de que no tenía las llaves. La del tercero estaba saliendo y la puerta empezaba a cerrarse. Corrió y la abrió de un tirón, justo a tiempo; empujó a la del tercero, que se cayó en los escalones de la entrada, y giró a la izquierda. El edificio estaba en una esquina y la ventana de los chicos daba a la calle lateral.
Podía imaginar a la gente rodeando el cuerpito reventado de Benja, tirado en medio de la vereda. Las bocinas de los autos que no podían avanzar por culpa de los curiosos que se paraban en mitad de la calle para ver qué pasaba. Cerró los ojos y dobló en la esquina.
La vereda estaba vacía y no había autos en la calle, ni parados ni circulando. Lo único que se movía era un perro, que la miraba desde la sombra de un árbol con la lengua afuera y moviéndole la cola. Miró a un lado y a otro. Le faltaba el aire. Las piernas empezaban a molestarle y le dolía el hombro. Miró para arriba. Podía ver la ventana abierta de los chicos; la semana anterior Benjamín se había colgado de la protección y la había roto.
“Vuela, mamá, vuela”. Macarena tenía cuatro y había empezado a mentir. No mucho, pequeñas cosas, pavadas; pero esto era el colmo. Iba a castigarla. Una semana sin tele y nada de plaza después del jardín.
Volvió al edificio, subió al ascensor y apretó el 9, último piso. El viaje le pareció eterno. Las piernas casi no la sostenían y el hombro era una bola de fuego que se extendía por el cuello y la espalda. No se había matado de casualidad. Definitivamente iba a castigar a Macarena. Nada de tele, plaza o golosinas.
El ascensor terminó su peregrinaje y se bajó. La puerta del departamento había quedado abierta. Entró y la cerró. Del cuarto de los chicos le llegaron la voz de Maca y las risas de Benja.
-De nuevo, de nuevo -gritaba Maca.
Sus hijos eran una luz. Ya no estaba tan segura de querer castigarla; al fin de cuentas, había sido una travesura, cosas de chicos. Sonrió ante su propia debilidad como madre. Entró al cuarto y se congeló. Benjamín estaba parado en el borde de la ventana, agarrado a cada lado del marco.
-Dale, dale -le gritaba Maca.
Clara corrió a la ventana. Benjamín la miró, sonrió y dio un paso al frente. Ella gritó, se asomó a la ventana y vio cómo él caía de cabeza.
-Quiero ver, mamá, quiero ver.
Cuando estaba llegando al segundo piso, Benjamín abrió los brazos, hizo un rizo, planeó hasta llegar a la vereda y se posó con suavidad, como una paloma que baja de un árbol a comer las migas que le tiran los jubilados. Después levantó la vista, la saludó con la mano y empezó a flotar, despacio, de vuelta hacia arriba.
Ella se separó de la ventana. Las piernas no la sostenían y se sentó en el piso, contra la pared. Le dolía el hombro y estaba mareada. Macarena se subió al banco y se asomó.
-Vuela, mamá, vuela -le dijo, con esa risita aguda que tanto le gustaba.