Texto: Yanina Giglio
Lectura: Flavia Pantanelli
Ilustración: Andy Leimontas
La Licenciada no despierta y se levanta. Hay escarcha añeja administrada por el costado del colchón que le da la espalda, la cama ancha no la abraza. Enérgica se vuelve sobre ella y la desarma con un gesto primitivo y aniñado.
La Licenciada no despierta y se baña. Masajea el agua que empapa su cabello azabache y platino. Gotas desde arriba que la esquivan, gemas brillantes de otra fuente se alejan de sus ojos intentando liberarla. El espejo está empañado, la licenciada no se atreve a secarlo; solo enjuga sus lágrimas con el mismo toallón que acarició su cuerpo recién perfumado.
Llegó Teresa, qué suerte tiene; ya voy Teresa, ya te abro. ¿Cómo estás? Me alegro. Yo, bárbara. ¿Desayunaste ya? Ok. Hay un vestido para llevar a la tintorería, ¿me lo tendrán listo para hoy a la tarde? Sí, fijate, vos sabés más que yo. Café nomás, estoy muy retrasada, después pico algo en la empresa. Y… Hoy llegaré como a las ocho, me arreglo y me voy a un cóctel. Qué sé yo… No tengo ganas de ir, pero… Bueno, listo, te dejo las llaves así no me esperás. Me voy. Cada vez te sale más rico el café. Adiós Teresa. Adiós.
Directo a la empresa, Juan Carlos. ¿Su mujer?, ¿los chicos? ¿Qué comió de rico anoche? Sí, ya se me hizo tarde, encima tengo junta con la Ministro de Ed…
Sandalias setentosas elevando el polvo de un pueblito olvidado. Una mujer la espera con el calor y el color intensos del norte, de la linda que es Salta. Se estrechan las manos sudadas y la presentación concluye y se reinicia entre Corrientes y Callao; entre bocinas sordas y semáforos cansados; entre el vaho de un suspiro alejado, tierno. “Será la cura para todo mal. Ese, el amor que no se espera. El amor desaprendido”. Cree muy para adentro (de) una voz desconocida.
El maletín le pesa justo hoy. La Licenciada recorre pasillos con un gesto cordial en sus sienes de profesional irredenta. Tapa su reloj con la manga de su camisa, el ascensor la encierra, se marea. Cierra sus ojos nublados, consigue llegar a una mirada incendiada en una oficina en llamas: la voz de la Doctora con su calor y color otra vez; el discurso de la Doctora rodeándola y explicándole las tareas de la Fundación, el trabajo ad honorem y el desafío para democratizar la educación, el clima, el trato con los pueblerinos, las necesidades extremas, la calma aparente. La calma aparente.
Sepan disculpar mi tardanza, hoy más tránsito de lo normal. Perfecto. Gracias, Cristina. Buenos días, señora Ministra. ¿Empezamos?
Café negro. Oficina cerrada y la prisión de un aire comprimido. La Licenciada mira por la ventana el centro porteño y los puntitos inquietos que son cabezas. El teléfono rompe una decisión impulsiva, suena y suena; la licenciada se sobresalta en diferido y mancha su camisa con la taza derramada.
Cristina, no me pases más llamadas por favor, y comunicate con Teresa, mi empleada. Decile que tenga preparada una camisa, que Juan Carlos la va a ir a buscar. Sí, no, nada, se me cayó café. Bueno, haceme ese favor; avisale a Juan Carlos también. Gracias Cristina, gracias.
Las manos subrayando arrugas cercanas al gesto muerto de una sonrisa principio de carcajada. La Licenciada solo consigue muecas protocolares y se asusta. Palabras, gritos guturales atragantados que se revuelven escondidos, solapando todas las angustias. La Licenciada ahora revisa la agenda. Revisa una siesta, su cuerpo cuelga de una cama paraguaya, el espíritu también levita. Una sombra le cubre la cara para que logre abrir los ojos ansiosa seductora brillante despojada paulatinamente. Una caricia le atraviesa el onírico moribundo y la frente que ya no piensa. ¿Cansada, muchachita? Es el calor, Doctora, mucho calor.
Me retiro cinco minutos, Cristina. Sí, todo en orden, ya vuelvo. Enseguida. Bueno. Bueno, cuando vuelva me la cambio. Cuando vuelva, Cristina.
La cartera baila al ritmo denso de su andar errante. La Licenciada esquiva una baldosa rota, trastabilla pero no cae y se levanta. Harta de merodeos enciende un cigarrillo. Todo el humo festeja en su boca, lo traga. El viento de la tarde le encrespó el pelo, un nunca es tarde, también. Explota. Su brazo se estira con firmeza, un taxi la lleva a casa.
El vestido negro y aburrido colgado, encerrado con el papel amarronado de la tintorería. La cama hecha. La Licenciada no lo entiende y se baña. Ahora, el agua caliente se hunde en el poro cósmico del llanto. El espejo y la bruma la enfrentan con el juego diario. La Licenciada corre hacia la sala, corre desnuda. ¿Muchachita? Sí, tanto tiempo. Bien, la familia muy bien. Un congreso. Solo tres días. Me gustaría verte, una consulta académica. Quedamos así, te vuelvo a llamar mañana a primera hora. Hasta mañana.
La mano se anima, limpia el cristal. La Licenciada se mira y por fin se arroja, y ya no vuelve: venís a mí en forma de tormenta. ¿Qué misteriosa idea del tiempo de sí le insinuó la cueva de mí? Si dijéramos que estamos lejos sería cierto, estoy viendo y amando tu pasado y si amo tu pasado, ¿cómo no desear pertenecer? Vos me cuidaste como se cuida a un bonsái. Destreza y práctica no más. No hay quién me distraiga, estoy atenta, sigilosamente atenta, acabo de quedar entre dos aguas. Es que no me animé, nunca lo vas a saber, pero es increíble lo que la gente, lo que yo -que te quiero siempre un tanto más, que te invoco en sueños visiones y panoramas, que me duermo siempre con la estrategia de almohada para reiniciar el juego y ganar la dama- hacemos con el orgullo en el ombligo y el deseo acorazado atrincherado amortiguado anclado, “a salvo”. Y los corazones cada vez más cobardes, por… Por, por lo que te dije, Doctora, cuando no te dije nada. El deseo, ese fantasma con tu cara y tu voz amplia, y tus labios en mi necesidad (de estar, de ser Cristina o Teresa, de que te llames Juan Carlos). Tengo las marcas encendidas sangrantes volcánicas. Además está la duda, como una silvestre manifestación de la memoria. Cómo es que se puede volver a tratar de ver la belleza. Es este el punto. Sabés lo que digo: arder en la belleza, no te vayas, arder en la belleza, quedate. Te necesito inquieta para poder entrar, una inspección del propio cuerpo ante el latido, pulsión de tanta sangre que se entrega. Creceré, aumentado el vértigo las manos querrán tocar. Y eso no se puede. Llorarás a la mañana apenas sepas que el día te cruza. Porque estoy buscándote a mansalva. Ni me despido ni me imagino lejos. Arder dije. ¿Por qué nos quedamos en el hueco del tiempo y nos atamos las pupilas con lo indecible? Ya sé. Porque está el silencio. El aire. La llama que se apaga. El carbón de la belleza. Hasta ahí, y a bailar entre cenizas.