Texto: Ginés Cutillas
Lectura: Fernando Lerner
Ilustración: Horacio Petre
Siempre quise tener una casa con pasillos interminables, pero nunca pensé que se volvería en mi contra. Hace ya treinta años que lo vi por primera vez aquí mismo, al final de este.
Con veinticuatro años recién cumplidos, conseguí reunir el dinero suficiente para alquilar la casa que siempre había soñado y poder, por fin, vivir solo sin el exhaustivo control al que me tenían sometido mis padres. Se trataba de un apartamento grandísimo en uno de los edificios más céntricos de la ciudad, uno de esos que todavía guardan la distribución de las casas antiguas: techos altos y muchas habitaciones a las que se llega surcando corredores anchos y largos.
La primera noche que pasé allí, mientras llevaba los platos vacíos de la cena desde el comedor hasta la cocina, me dio tal susto que acabaron todos por el suelo. De la habitación que quedaba al final del inacabable pasillo, asomaba entre penumbras el cuerpo de un hombre que parecía querer decirme algo. En el más perfecto silencio agitaba sus manos intentando captar mi atención y aunque el gesto de su boca parecía exhalar temibles aullidos, ni el más leve susurro surcaba la distancia que nos separaba.
La balanza cayó del lado de la curiosidad y me aproximé lentamente hacia él. Fue entonces cuando reparé en la vestimenta sacada de otros tiempos que no supe ubicar pues, cuanto más me acercaba, más se difuminaba su imagen, hasta el punto de desaparecer poco antes de entrar en la estancia que no albergaba más que una silla, un escritorio, una bicicleta estática antiquísima y un baúl que resultó estar vacío.
No volví a dormir en el piso durante un tiempo. Convencí a un amigo de que la casa necesitaba algún pequeño ajuste para ser del todo habitable y me alojó durante ese periodo. No me atreví a contarle lo que había visto por miedo a que me creyera loco.
2
Ante la imposibilidad de alargar la situación, decidí volver a casa y enfrentarme a mis fantasmas –nunca mejor dicho. Si era verdad que un hombre habitaba en aquel cuarto, haría todo lo necesario para expulsarlo. De lo contrario, si no existía tal sujeto, confirmaría que mi cabeza me había jugado una mala pasada y podría descansar tranquilo.
Al abrir la puerta del piso, me quedé dubitativo bajo el umbral contemplando la habitación del fondo. No tardó en asomarse de nuevo. Esta vez sin aspavientos. Se limitaba a observarme con sus manos asidas al marco de la puerta, siempre con los pies dentro de su pequeño santuario, como si algo le anclara a él. Cuando recuperé cierta entereza, mis piernas, en contra de lo que dictaba mi cerebro, se dirigieron hacia él con idéntico resultado: a punto de conseguir leer en sus labios lo que me quería decir, desapareció. Registré por segunda vez la habitación sin hallar nada que delatara que una persona estuviera ocupando aquel espacio.
Después de un tiempo, me acostumbré a su presencia y cuando comprobé que todo su universo se restringía a aquel recinto, opté por ignorarlo y cerrar aquella puerta con el fin de evitarme sustos, aunque él siempre se las arreglaba para abrirla de nuevo y asomar medio cuerpo fuera.
Ya no recuerdo el día en que dejé de ir hasta el final del pasillo. Pensé incluso en tapiar aquel último trozo de corredor o poner cortinas –fuera del alcance de sus manos, claro- para evitar su penetrante mirada. Pero una vez que dejó de intentar comunicarse conmigo –creo yo que por desidia-, establecimos una relación cordial que consistía en saludarnos con un ligero golpe de barbilla cada vez que llegaba o me iba del piso. Incluso alguna vez, siempre coincidiendo con alguna celebración, le lancé paquetes de tabaco que él agradecía desde su marco, parapetado tras una sonrisa de humo.
3
Una noche en que las copas distrajeron la vergüenza, se lo confesé a mi amigo. Con la extraña lucidez que proporciona el alcohol tardío, trazamos el plan perfecto para sorprenderle desde dentro. Yo entraría por la ventana y me escondería en el baúl. Al poco, mi amigo, haciéndose pasar por mí, entraría por la puerta principal con el fin de alertarlo.
Así lo hicimos. Subí por la escalera de incendios, entré por la ventana que daba directamente a la habitación y me escondí en el arca. Al momento oí las llaves que torpemente golpeaban la puerta. Por una rendija del baúl contemplé como la imagen del hombre comenzaba a materializarse. Era la primera vez que le veía las piernas. Corrió hacia la puerta para asomarse y entonces presencié algo que me heló la sangre: la parte de su cuerpo que quedaba fuera de la habitación se volvía invisible, dejando su figura sesgada a la altura de la cintura.
Escuché fuera los gritos de mi amigo que, aún bajo los efectos del alcohol, le instaba a que se mostrara entero y a que no se escondiera como un cobarde. Yo, sin saber muy bien qué hacer, quizá de forma instintiva, quizá embriagado por el momento, surgí del baúl y me lancé contra él, con tan mala fortuna que tropecé y lo empujé por la espalda, expulsándolo de la habitación.
Fue la primera y última vez que escuché los gritos lastimosos de aquel hombre que se alejaban por el pasillo y más tarde por las escaleras que conducían a la calle. Por un momento pensé que todo había salido bien, que nos habíamos deshecho de la extraña presencia, pero cuando mi amigo se asomó por el marco de la puerta y no me vio por más que yo gritara y me plantara a escasos centímetros de él, entendí que lo único que había conseguido era pasar a ocupar su sitio entre aquellas cuatro paredes.
Mi compañero me buscó por toda la casa pero no me encontró y, asustado por todo lo que acababa de presenciar, se fue horrorizado. Al día siguiente vino la policía a registrar el piso pero tampoco me percibieron. Lo mismo que unos meses más tarde, cuando mis padres pasaron a recoger mis cosas entre lágrimas.
Pasó mucho tiempo hasta que aprendí a materializarme fuera de esta estancia, aunque todavía no he sido capaz de descubrir qué es lo que me ata a ella.
Mentiría si digo que no disfruto asustando a los sucesivos inquilinos que habitan la casa. Aunque, para ser honesto, tengo la esperanza de que alguno de ellos resuelva de nuevo el enigma; alguien que me empuje fuera de esta habitación y me sustituya en esta larga soledad que dura ya treinta años.