Texto: Laura Bertolé
Lectura: Ana Granato
Ilustración: Carolina Marcús
La sala de espera es de un blanco nítido, previsible. A cada lado del mostrador hay una puerta cerrada y enfrente tres líneas de asientos. Parece inundada por un agua cristalina porque todas las cosas tienen una leve ondulación. El helecho que la recepcionista toca caprichosamente mientras habla por teléfono, el pelo rubio de la chica que está sentada delante de mí, el vestido de la nena que juega con un conejo rosa en el asiento de al lado.
Vuelvo a sacar el sobre de la cartera. Mis manos están húmedas y los dedos quedan marcados en el papel. Releo la indicación buscando un sentido diferente. No lo tiene.
Las puertas siguen cerradas y desde que llegué no han llamado a nadie. Todas seguimos flotando en este espacio, en esta pecera de peces marrones y contaminados.
Miro las marcas en mis brazos, como mariposas de verano vienen y se quedan fijas en mi piel. Me cubro con el chal. Recuerdo el día en que mamá me lo regaló. Yo tenía quince años y había empezado a nevar. Para las noches de frío, me había dicho mientras lo ponía sobre mis hombros. La lana era más gruesa entonces.
Por la expresión de la rubia me doy cuenta de que ya sabe. Vino sola. Tiene los hombros huesudos y una cara sin gracia, lo único que hace pensar que está viva es ese pelo de alga.
La nena del conejo se sienta a mi lado y sonríe. Lucrecia dejá en paz a la señora, le dice la madre. No molesta, le digo, pero la nena retrocede como si hubiera percibido algo, como si pudiera intuir que en todo este lugar no hay más que mujeres pudriéndose. Me doy cuenta de que la madre aún no sabe, pero lo sospecha. Acaricia la cabeza de la nena. Es un gesto posesivo, que se repite. Todas acariciamos algo, un hijo, la cartera, la falda. Yo toco el papel, me doy cuenta de que está arrugado. Mientras lo guardo, una mujer escuálida entra en la sala. Agarra un folleto del mostrador. Lee. Los especialistas dicen que una de cada cien mujeres tiene el virus. Los úteros se pudren, se convierten en unos higos pasados, rugosos y hay que extirparlos. El procedimiento es simple y si no se lo hace el cuerpo se vuelve blando como una bolsa. También están las manchas, van de adentro hacia afuera, se secan hasta soltarse del cuerpo. Me gustaría hablar con ella pero no me animo, hay cosas que es mejor no saber.
Pienso que el olor del lugar es agradable. Han puesto unos recipientes de cristal con unas cápsulas de gelatina que perfuman la sala con olor a frutilla. La nena me mira y sigue jugando. En un asiento deja un vestido diminuto, en otro algunos lápices, entre los lápices una pierna de muñeca y a mi lado el conejo. Lo hace sin darse cuenta, como si fuera dejando rastros en las filas de asientos.
Ahora llaman a la rubia de pelo de alga. Se levanta despacio. Le indican que entre por la puerta de la derecha, pero ella mira la otra puerta, la de salida. Sabe que cuando vuelva a pasar por esta sala inundada será diferente. Mientras camina el lugar va quedando en silencio, sólo se escucha el ruido de los tacos contra el piso, como un latido.
Unos instantes después la recepcionista dice mi nombre, me alcanza unos papeles para que firme. Viene con un aire orgulloso. “Una de cada cien” y eso la deja fuera de la estadística. Lo sabe y me mira mientras vuelve al mostrador. Tiene un collar de perlas, es igual a uno que tenía mamá. Saco la foto de la cartera, está gastada y doblada en las puntas. En ella no soy más alta que el banco en el que estoy sentada y mamá me sostiene por debajo de los brazos. Mira a la cámara con un gesto tibio, a mitad de camino entre la sonrisa y el cansancio.
La nena juega de nuevo en el asiento de al lado. Le ha sacado el delineador a la madre y ahora le pinta la cara al conejo. Le pinta una boca negra, una nariz negra, remarca los trazos, lo deja con una expresión macabra. Lo agarra del cuello y me lo da como una ofrenda de paz. Lo recibo y lo siento en mi falda.
La otra mujer tose, se pone una mano en el pecho. Ahora la respiración es como un silbido. Después, la puerta se abre y la rubia sale sin apuro, casi con resistencia, como si no quisiera terminar de salir. Mira hacia atrás, con la vista fija en el espacio oscuro detrás de la puerta, esa que la ha dejado del lado de adentro. Ya no se mueve ondulando, tal vez esa parte que ahora le falta le ha hecho perder el balance necesario.
La siguiente en entrar es la madre. Besa a la nena en el pelo antes de que la recepcionista se la lleve. Sólo quedamos la mujer escuálida y yo. Seremos las próximas.
Me levanto. Empiezo a caminar por el pasillo. Si se dan cuenta, me pedirán que me quede. Miro la sala por última vez. La puerta que da a la calle gira y me devuelve a otra forma de felicidad, como si en medio de estas escamas que tocan el aire hubiera quedado una partícula viva, un pulso.