Texto: Franco Dall’Oste
Lectura: Valentino Cappelloni
Ilustración: Romina Lardiés
El perro era un poco idiota.
Corríamos juntos hacia la entrada, a través del camino de piedras. Entonces él frenó de repente, como asustado. Yo volví sobre mis pasos y lo empujé, sintiendo en mis manos su pelaje negro y mugriento, pero él se resistía y lloraba: me miraba como si lo estuviese lastimando.
Cuando a la noche le conté a Gustavo, él me dijo que el perro tenía problemas, que era idiota o algo así. Siempre decía lo mismo, y yo siempre le discutía, le decía que era un perro inteligente, pero él se reía y prendía otro cigarrillo, mientras en la tele Racing perdía contra Boca o River.
Antes de ir a dormir, miré a través de la ventana de mi cuarto: el patio estaba a oscuras, el viento movía los árboles y hacía ruidos increíbles. Me encantaba ese sonido a destrucción: la adrenalina de saber que todo era tan débil, tan efímero; cómo la casita de cartas que una vez armó Gustavo, o la camioneta roja que siempre estaba en el taller, olvidada.
Al otro día me desperté y vi por la ventana al perro sentado, bajo el porche del garaje, intentando darle la pata al viento. Una y otra vez la levantaba, cómo si un dueño invisible se lo pidiera, mientras las hojas volaban con violencia y golpean su rostro. Lo llamé a Gustavo para que lo vea.
-Es un perro idiota, ya te lo dije.
-No, no es idiota. Está jugando, nada más.
-¿Eso es jugar? Dejame de hinchar. Ese perro tiene problemas, tendríamos que llevarlo al campo de Jorge.
-No, es mi perro, no seas boludo. ¿Cómo vas a regalar mi perro?
-Sí vos decís –me dijo, y prendió otro cigarrillo.
Sabía que Gustavo tenía razón. Me quedé mirando su rostro: sus ojos brillaban, negros, cómo dos bolitas de petróleo, y las patas de gallo lo empezaban a avejentar un poco.
Miré otra vez por la ventana: el perro estaba mordiendo la cadena.
Al otro día el sol me despertó: había olvidado cerrar la persiana. Miré hacia afuera, y vi al perro corriendo. Gustavo estaba parado con la cadena en una mano y el pucho en la otra, siguiendo con la mirada al animal.
Fui hacia la cocina y me preparé una chocolatada. Sentia que había soñado toda la noche con el viento, con los ojos negros de Gustavo y con el quejido lastimero del perro.
Gustavo entró a la cocina y la puerta se cerró detrás él de un golpe.
-¿Mamá? –le pregunto.
-No sé. No llamó.
-¿Lo desataste? ¿Está asustado todavía?
Gustavo asintió y prendió otro cigarrillo. Luego se sentó en el sillón y prendió la tele. Comenzó a balancearse, haciendo un ruido molesto, que se mezclaba con el partido repetido de Racing: crack – “le va a pegar Bedoya” – craack – “lo dejó a Estévez…” – craaack – “lo dejó a Úbeda…– craaaack- “¡Pegó en la barrera y se viene River!”
Me terminé la chocolatada y me volví a mi cuarto. Saqué de abajo de mi cama una caja negra de cartón: revolví entre los recortes de diario con imágenes de mujeres en corpiño, los dibujos mal hechos de Pocahontas cogiendo, hasta encontrar dos o tres cigarrillos. Me puse uno en el bolsillo del joggin, y salí por la puerta de atrás. Caminé hasta el perro, que se mordía la pierna. y lo acaricié un poco, sintiendo el pelaje entre mis dedos. Prendí el cigarrillo.
-No seas boludo, te vas a lastimar –le dije, dando una pitada y tosiendo un poco. Miré hacia la ventana de la cocina, y luego desaté al perro-. Dale, vamos.
Vi sus ojos perdidos, como alejados. No paraba de morderse la pata. Lo empujé, le pegué en la cabeza, pero nada.
-Pero dale, che… -le dije, y le saqué la pata de la boca. Entonces me miró con los ojos vacíos y sacó la lengua -. Vamos.
El perro se levantó y me empezó a seguir. Yo me limpié la mano llena de sangre con la remera, mientras caminábamos hacia el portón. Algunas casas bajitas rodeaban a la nuestra; la calle estaba vacía, y se perdía en el campo hacia el sur.
Me senté y acaricié al perro, que respiraba agitado, con la lengua afuera. Di una pitada bien larga, intentando tragar el humo, y tocí un poco. Miré hacia el galpón de al lado: sus paredes de ladrillo estaban gastadas y tenían varias manchas negras; alrededor el pasto estaba demasiado crecido, y las grandes puertas de chapa estaban cerradas con un candado. Recuerdé la vez que Gustavo se peleó con el dueño: dijo que habían unos perros ahí adentro, que ladraban a cualquier hora y que no lo dejaban dormir; el dueño lo negó, dijo que no tenía ningún animal dentro del galpón, que los ladridos debían ser de otro lado.
Yo había escuchado los ladridos resonando en la noche de ese galpón repleto de partes de autos viejos, oxidados; de polvo y olor a humedad. Una vez los había visto a través de una ranura en la puerta de chapa: estaban durmiendo debajo de un rayo de luz, rodeados de oscuridad, cómo uno de esos cuadros de la iglesia.
Días después de la pelea, Gustavo se levantó a las tres de la mañana. Lo escuché meter la polenta del perro en una lata; escuché su respiración pesada, profunda. Al otro día los perros estaban afuera del galpón, tirados uno sobre el otro, debajo del palo de luz donde colgamos las bolsas de basura.
Acaricié al perro, mientras terminaba el cigarrillo. El cielo estaba limpio, y las nubes se movían rápido, como corriendo para el lado de las vías. A lo lejos se oían los camiones cruzar la ruta.
Un día volvió mamá, pero se volvió a ir a los pocos días. Dijo que tenía que visitar a su hermana en General Guido, que cuide bien al perro; después me dio diez pesos para que me compre algo, y se fue caminando para la estación. Observé su figura borrosa perdiéndose en la esquina, caminando torpemente con unos tacos a través de la calle de coralillo.
Gustavo seguía fumando y mirando partidos repetidos de Racing. Yo estaba poco en casa: me iba en bici a la mañana y volvía recién a la tardecita.
Un día volví antes. Bajé de la bici y, mientras cruzaba el portón caminando, lo vi a Gustavo parado en medio del patio. Tenía los pelos despeinados, como si recién se hubiera despertado, y me daba la sensación de que quizás se estaba quedando pelado. Tenía todavía el pijama puesto y observaba como un zombie al perro que ladraba, atado a un árbol. Ladraba y lloraba, dando vueltas y ahorcándose con la cadena.
-¿Por qué lo ataste acá?
-Porque no para de ladrar y llorar. No me dejó dormir en toda la noche.
El perro largaba espuma por la boca, y ladraba con un sonido lastimero que por momentos parece una risa, una risa psicótica que me aterraba.
-Hay que llevarlo al veterinario. ¡Mirá cómo está! Llamalo a tu amigo, Jorge, ¿no es veterinario?
-Sí, ahora lo llamo –me contestó Gustavo, sin dejar de mirar al perro. Se tocó los bolsillos, y sacó cinco pesos-. Tomá, andá y comprame puchos.
Agarré los cinco pesos y salí en la bici. Fuí lo más rápido que pude, como si tuviese un encargo crucial, algo que realmente iba a salvar al perro. Llegué al kiosco agitado, y compré los cigarrillos. Después me senté en el cordón de la vereda, abrí el paquete y me fumé uno. Una y otra vez volvía a mi mente la risa psicótica del perro, los ojos negros de Gustavo mirándolo, y sentía que ahí había un mundo al que no podía entrar, un lenguaje ajeno. Recordé el olor a humedad del galpón, los perros durmiendo detrás de una rendija de luz, en medio de la oscuridad y los motores oxidados; fumé el cigarrillo y tosí, y lloré, y volví a subirme a la bici.
Llegué a casa agitado. El patio estaba en silencio, y la cadena estaba tirada en medio del camino de piedras. Fui hasta la cocina. La puerta se cerró detrás mío de un golpe; de fondo se escucha el partido de Racing. Gustavo estaba sentado en el sillón: con una mano ocultaba sus ojos, mientras la otra descansaba sobre su pecho, que temblaba en pequeños espasmos.
-¿El perro?
-Se lo llevó Jorge –contestó, sin mirarme.
Agarré el paquete y saqué un cigarrillo. Se lo di, y luego saqué otro para mí. Prendí el suyo primero.