Texto: Cynthia Acuña Matayoshi
Lectura: Armenia Martínez
Ilustración: Joaquin Paolantonio
Una casa en medio de un jardín. Estilo inglés. Tatuada de enredaderas. Esa fue la impresión que tuve de la fábrica.
La dueña, una mujer holandesa. La señora Winter. Nunca la vi en persona. Ella misma parecía una muñeca. El pelo oscuro. La piel nácar. Sus ojos casi no tenían color. Escuché que los primeros maniquíes fueron moldes de aquella figura escuálida de cuando la señora tenía diecisiete años, cuando empezó con el negocio. Fotografías de su cuerpo colgaban de las paredes. Desde la planta baja hasta el primer piso, junto a la escalera.
Cuando entré me sorprendió el silencio. El reflejo de la luz. El sol rebotaba en las superficies. Pensé que podía ser molesto para el trabajo. Después supe que no era así. La tarea se volvía automática cuando uno la aprendía. Era cuestión de dejarse llevar.
Berdien, el hijo de la señora Winter, era el encargado de producción. Estaba en todos los detalles. Se ocupaba de que los maniquíes parecieran realistas. Fui su aprendiz durante dos años.
Berdien tenía una percepción sutil de lo femenino. Me enseñó a caminar derecha. No le gustaba que cruzara las piernas en el trabajo. No le gustaba que hiciera gestos innecesarios. Buscaba que los cuerpos tuvieran una forma simétrica. Cuando me tenía frente a él bajaba con delicadeza mi hombro izquierdo. Descubrió que cuando yo estaba cansada levantaba el vértice de una ceja. Me corregía.
Cuando me retaba tenía ganas de abrazarlo. No hubiera podido por mi estatura. Su cuello era inalcanzable.
Empecé en la planta baja, en el sector de pulido. Todas las paredes estaban pintadas del mismo color. Había una estantería en donde se guardaban las distintas partes de los maniquíes. Cabezas. Troncos. Brazos. Manos. Pulgares.
Al ingresar debía ponerme un barbijo. Atarme el pelo. Limaba fragmentos de cuerpos apilados en un estante. Podía pasarme una hora con una mano. Nunca antes había prestado atención a los dedos. Tenía que separar cada uno con el esmeril.
Ciertas partes como los omóplatos, los codos, me llevaban más tiempo del necesario. Tenía que imaginar los movimientos de ese cuerpo inmóvil. Yo me encargaba de limarlo hasta que quedara terso. Hasta que no se notaran los puntos de unión entre las mitades. Después tenía que acariciar la materia como si fuera una piel virgen. Anabel, ninguna huella, me decía Berdien.
Cada uno de los empleados tenía una mesa, a cierta distancia de los otros. Era fácil permanecer callada tantas horas. El barbijo ayudaba. Muchas veces me encontré hablando en voz baja cosas que nunca le dije a nadie.
Al poco tiempo me di cuenta de que la fábrica me arrancaba del mundo. Llegué a sentir un estado de ausencia tan dulce como el del sueño. Mi cabeza se vaciaba. Volvía a mi casa en un estado mental alucinado. Entonces empezaron los sueños. Soñaba que hacía la abertura entre los dedos. Me despertaba con la impresión de algo incompleto. Como después de un déjà vu.
Unos meses más tarde pasé al sector de peinado. Al primer piso. Estaba sola con los maniquíes.Algunos tenían pelo natural. Por momentos me parecía que estaban vivos. Berdien me dijo que yo sería la encargada de peinarlos. Me pidió que lo hiciera despacio. “El tiempo no importa”.
El primer piso era un sector más chico. En un armario se ubicaban las cremas en envases transparentes. Una etiqueta reforzada con cinta adhesiva indicaba una letra y un número. Para entonces yo sabía de memoria el código de los maniquíes.
El pelo de M-20 era largo y suave. Le llegaba hasta la cintura. Yo lo trataba mejor que al mío. Retiraba la cabeza del cuerpo, la dejaba en la pileta. Tenía que mojarlo de a poco. Sin frotar. Cuidaba la temperatura del agua. Introducía mis dedos en el pelo, los movía hacia abajo. La espuma caía sola.
Sobre la mesa estiraba una toalla. Separaba los mechones. Los apretaba para sacarle el agua. Era normal que se cayeran algunos pelitos. Ellas no se quejaban si se enganchaba el peine.
Estaba prohibido el uso de secadores. Cuando el pelo estaba seco tenía que volver a colocarlo en el cuerpo. Así descubrí un día que M-20 tenía la misma estatura que yo. Me puse al lado de ella. Por suerte había un espejo. También me di cuenta de que el color de su cuerpo era idéntico al de la pared. El mismo tono. La misma opacidad.
A veces Berdien entraba con sus guantes transparentes. Abría las cortinas. Yo ni siquiera lo escuchaba llegar. Él observaba que no hubiera ni un pelo en el piso. Anabel, quiero ver tus manos. Yo las extendía. Me hacía poner los dedos juntos, mostrarle las palmas. Atravesaba la habitación como un dragón blanco. Miraba el piso inmaculado. Aprobaba.
Una vez me sentó frente al espejo, junto a la pileta. Sacó unos rollos del maletín. Estaban repletos de pinceles. Quise tocarlos, pero no me dejó. Comenzó a espolvorearme la cara. Cerré los ojos. Sentí el borde de un pincel en el contorno de la boca. Hizo girar la silla. Las pinceladas me acariciaron la nuca.
Poco a poco el rocío del aerógrafo me cubrió segmentos de la piel. Partículas invisibles de color se pegaron a mí a través del aire. Podría haberme quedado dormida de placer.
Me costó reconocerme. Los ojos rasgados me imprimieron la mirada. Era un detalle insignificante en el borde del lagrimal. Sombra rosa en los párpados. Los labios recortados de un rojo sangre. Las cejas perdieron la forma, se desdibujaron. Se llenaron de oscuridad. Una metamorfosis.
Berdien me ubicó contra la pared. Sacó algunas fotografías de mi rostro. Más tarde supe que así iban a maquillar a los maniquíes. Una vez por semana teníamos sesiones de maquillaje.
Al salir del trabajo sentía que yo misma tenía la figura de un maniquí. Los labios esculpidos. El mismo volumen, la liviandad de la nada.
En esa época conocí a J. Él tenía veintiuno, yo diecisiete. Lo conocí de casualidad en un local de comidas, cerca del trabajo. El negocio era un garaje. Parecía improvisado. Lo atendía una mujer china, aunque gran parte de la comida era japonesa.
El ramen es adictivo, me dijo mientras estábamos en la cola para comprar. Le sonreí, pero no pude decir nada. Nunca lo había probado.
Todos los días me pasaba a buscar por la fábrica a las siete de la tarde. Caminábamos hasta el local de la Sra. Qiu.
¿Por qué a los hombres le gustan las muñecas inflables?, le pregunté una tarde mientras comíamos en el banco de una plaza. Sentí el aire húmedo de su sonrisa. Él se reía de mis preguntas. Nunca estuve con una muñeca, me dijo.
Nuestras conversaciones eran absurdas. Eso me gustaba. J tenía todas las palabras que a mí me faltaban o que no me salían de la boca. Siempre le pedía que me hablara de cosas que pudiera olvidar fácilmente. Entonces me contaba noticias raras de los diarios. Relataba crímenes inverosímiles ocurridos en países que yo no hubiese podido ubicar en un mapa.
A veces venía sin dormir. Cuando le preguntaba por qué no había dormido me contaba su salida nocturna. Podía adivinar cuando se había acostado con alguna chica. También cuando se había emborrachado.
El día que cumplí dieciocho años lo invité a cenar a mi casa. Yo vivía en un departamento muy chiquito heredado de mi abuela. Después de comer tomamos cerveza en el balcón. Estábamos hablando de cualquier cosa cuando me dio un beso. Lo llevé a mi cuarto.
Todo estaba oscuro. Lo senté en la cama y le acaricié el pelo. Le pedí que no se moviera. Me preguntó por qué. Lo acaricié con un pincel diminuto que me regaló Berdien. Lo tenía escondido en el corpiño. Era un pincel de pelo de comadreja. Me enloquecía la manera en que los pelos del pincel volvían a su lugar después de deslizarse por la piel. Lo pasé por su cara. Quería ver su gesto. Encendí la luz.
J empezó a reírse cuando vio el pincel. Me lo sacó de la mano y me acostó en la cama. Me quedé mirando su sonrisa, atontada por la luz que entraba desde el balcón.
Volvió a darme un beso. Mientras me besaba desabrochaba mi vestido. Después se desvistió él. Sentí su cuerpo húmedo encima del mío. Era la primera vez que me acostaba con un chico. Todo fue muy rápido. No pude hacer nada. Tampoco sentí.
Al día siguiente no pasó a buscarme. Caminé hasta el local de comida. Él no estaba. No volví a verlo.
Aunque me dio vergüenza se lo conté a Berdien. Él sonrió de una manera casi imperceptible. Lo noté distinto. Tenía una sombra de nostalgia debajo de los ojos. Esa tarde nos tocaba sesión de maquillaje. Fui a sentarme en el lugar de siempre, frente al espejo. Berdien me llevó hasta un biombo. Hoy vamos a hacer algo diferente, me dijo.
Dejé mi ropa en el suelo y me envolví en una tela. Me pidió que me acostara en la mesa donde peinaba a los maniquíes. Cerré los ojos. Oí el broche del maletín. El ruido sordo de los pinceles.
Cubrió mi cara con aceite. Lo pasó por el cuello con la punta de los dedos. Su mano era suave. No pude darme cuenta si tenía guantes.
Abanicó mi cuerpo hasta secarlo. En cada uno de los rincones. Incluso adentro de las orejas.
Entonces mi piel se tiñó de una pintura espesa. Me cubrió el cuello. La cara. Apenas podía respirar. Golpes suaves con una esponja que se hicieron más fuertes. Perdí la noción de mi cuerpo. Sentía el volumen del pincel, pero no sabía qué parte de mí estaba siendo pintada.
Después me fotografió. Yo no podía abrir los ojos. Quizás los tenía pegados. Él inclinaba el mentón hacia un lado. Levantaba una mano en cierta dirección. Me daba forma. La materia obedecía.
Hasta que escuché su voz. Anabel, ya no sos una niña. Me pidió que mirara el espejo. No supe quién era. A pesar de eso me gustaba. Tenía el mismo color de los maniquíes. El gris de las paredes.
No tardé en ver las fotografías. Bordeaban la escalera de la fábrica, donde antes habían estado las de la señora Winter. No solo había fotografiado mi cuerpo. Con la cámara lo había fragmentado.
El rostro. El arco de la cintura. El ombligo.
Mis compañeros no me reconocieron.
Berdien me contó que su madre había muerto. Y que ya era tiempo de cambiar los maniquíes.