Texto: Evangelina Caro Betelú
Lectura: Carina Migliaccio
Ilustración: Juan Sebastián Amadeo
No soporto los ruidos. Ni la música fuerte. Sólo cuando la música me gusta, subo el volumen. Tina Turner lo amerita. Y cantar. Se merece que cante a la par de ella en una alabanza a su voz y a sus piernas y a la cantidad de mujeres que pensaron que era imposible no ser feliz con un típico macho.
Quiero llegar a casa porque son las dos de la mañana y tengo que madrugar. Pero delante de mí circula un auto que ocupa toda la calzada. Creo que somos los dos únicos autos que transitan en toda la extensión de la calle 1, de 72 a 32, angosta a esta altura por la vía del tren que la reduce a la mitad.
El auto de adelante es un Fairlane. No sé de autos, pero mi abuelo tenía uno de esos en los años setenta. Le decíamos el lanchón. Mi abuelo se murió tratando de maniobrarlo en el estacionamiento de una parrilla. Este es verde, igual al de mi abuelo, y anda bastante rápido. Yo podría pasarlo e ir más rápido y llegar antes a mi casa y tratar de dormir para madrugar mañana y no ser un zombie. Pero no hay espacio para que haga eso.
Cuando falta media cuadra para llegar al paso a nivel de 38 veo un perro que corre y cruza la vía. A esa altura pierdo la visión del perro porque me la tapa el Fairlane. Pero sé que en unos segundos, el perro va a quedar delante del Fairlane si no detiene su carrera. Y no la detiene y el Fairlane lo choca. Es un golpe seco y un aullido. Los dos ruidos superpuestos. Y Tina Turner. En el silencio platense de las dos de la mañana. Que es como decir el mundo apagado después de la aniquilación completa de la vida sobre la Tierra.
El Fairlane frena. Y yo también. No detiene el motor. Miro para los costados pero no alcanzo a ver al perro. La explosión del caño de escape del Fairlane me saca de mi pesquisa. Lo veo irse a toda velocidad. Huye. Yo subo dos ruedas a la vereda y apago el motor. Tengo ganas de llorar, me tiemblan las manos. Me bajo. Me acerco despacio al perro. Mientras lo miro, levanto la cabeza varias veces para asegurarme de que no vengan autos. El perro tiene el abdomen abierto y le sale sangre de la boca. Aunque lo cargue y lo lleve a una veterinaria, no va a reaccionar. Está muerto. Es marrón claro, bastante peludo, macho. Tiene una oreja cortada con una cicatriz vieja. Bogart, le digo. Ese nombre la va perfecto.
Le toco la cabeza a Bogart. Al principio con la punta de los dedos. Después con toda la mano. Le toco las patas y me acerco a la herida de la panza. Algo gris sale por ahí junto con la sangre. Es espeso al tacto. Cuando oigo venir el tren, me meto rápido en el auto y me limpio las manos con un pañuelo descartable. Enciendo el motor y Tina vuelve a cantar.
Hago dos cuadras sin dejar calle 1. Debería seguir un trecho más hasta doblar en 32, pero doblo antes y vuelvo a doblar. Llego a la escena. Donde Bogart sigue tirado. Lo ilumino con los faros. Quedo a cinco metros de él. Apago la música. Adhiero mi cuerpo al volante para reducir la distancia de visión. Cambio las luces a largas. Pego la espalda al asiento y acelero. El ruido de los huesos que se rompen está acompañado por una vibración que llega a mis manos a través del volante. Siento que los huesos de Bogart se quiebran en mis manos.
Freno adelante y miro por el espejo retrovisor. El cuerpo de Bogart se estiró, ocupa más espacio. Ya no tengo sueño. Contraigo los músculos y enderezo la espalda.
Hago dos cuadras sin dejar calle 1. Debería seguir un trecho más hasta doblar en 32, pero doblo antes y vuelvo a doblar. Llego a la escena. Donde Bogart sigue tirado. Lo piso con las ruedas derechas. Ya no hace tanto ruido. Es solo un crujido.
Freno adelante y miro por el espejo retrovisor. La imagen invertida no me muestra un perro. Me muestra un amasijo de pelos y fluidos. Pero yo veo a Bogart que cambia de formas. Recuerdo al primo de una amiga al que castigué cuando yo tenía diez años y él cuatro. Lo dejé mirando una pared, hasta que volvió la mamá de mi amiga. Cuando ella entró, yo lo tenía a upa y lo apretaba fuerte contra mí. Me parece que tiene fiebre, dije.
Hago dos cuadras sin dejar calle 1. Debería seguir un trecho más hasta doblar en 32, pero doblo antes y vuelvo a doblar. Llego a la escena. Donde Bogart sigue tirado. Las ruedas izquierdas me dan cercanía con el cuerpo. Bogart está debajo de mí. Lo paso como un relieve de barro seco. Y cuando lo supero vuelvo hacia atrás. Y hacia adelante. Y hacia atrás. Hasta que Bogart es una mancha que no opone resistencia a mis amortiguadores. Me tenso ante el roce del pantalón ajustado.
Bajo del auto y miro el cielo. En diciembre amanece temprano. Una persona se acerca caminando por 38. Se para del otro lado del paso a nivel. Cuando se acercan las fiestas, aumenta el número de suicidas. Oigo que se acerca el tren. Subo al auto, prendo la música y arranco. No me tengo que distraer. Mañana debo madrugar.