Texto: Claudia Solans
Lectura: Armenia Martínez
Ilustración: Gabriela Thiery
–Una barbaridad, un atropello. ¿Cómo nos meten con este atorrante? Uno merece respeto, qué joder –la voz aguda del viejo no parece salida de esa boca invisible bajo la barba espinosa y opaca como la pelambre de un animal enfermo. Desde el fondo del camión, protesta y se golpea la pierna con el canto de una mano vendada. De entre los trapos sucios, asoman las puntas de los dedos.
–Lo que me pregunto es por qué no lo llevaron en un patrullero. Porque ese no es de los nuestros; ese –el viejo se vuelve hacia el muchacho que apoya precariamente la cabeza sobre su hombro–, ese es basura.
El chico, muy joven, casi un adolescente, parece dormir. Lanza un ronquido áspero, que termina en una especie de suspiro y un hilo de saliva empieza a correrle por el costado de la boca.
–Usted no lo aprecia porque es muy joven y está borracho –sigue el viejo–. Pero pregúntele al Suárez si lo que digo no es cierto. Pregúntele –insiste y mirándolo como si un loro se le hubiera posado inesperadamente, encoge el hombro.
La cabeza del muchacho se bambolea a uno y otro lado y se desploma hacia adelante, el mentón contra el pecho. El viejo le mira sin curiosidad la nuca tirante, el mechón de pelo rubio, ondulado, pegoteado con sangre todavía húmeda detrás de la oreja; después se vuelve y busca a Suárez con la mirada.
Suárez aprieta las manos entre las rodillas. Sentado sobre un cajón de frutas se balancea hacia adelante y hacia atrás como en un columpio. Los ojos redondos, celestes, fijos en un rollo de soga que cuelga de un gancho, parecen mirar los sueños escapados de los que duermen sobre el piso.
–¿Ve lo que le digo, joven? El Suárez sabe, no dice nada pero sabe. Todos creen que es mudo pero lo que pasa es que piensa todo el tiempo. En los asuntos de la vida, en las cuestiones del ser humano, ¿me entiende? Y él sabe que el Cara de Ángel es basura; que lleva la traición en las tripas. Dicen que perdió el pelo cuando le vio la cara al diablo.
El viejo se apoya en los costados de las manos y se acomoda contra la pared. El resplandor de los faros de un auto se filtra por las rendijas peinando la negrura de ese pedazo de noche encerrada bajo la lona verde que se agita contra las maderas con un ruido de truenos.
–¿A dónde será que nos llevan? –El viejo se rasca la oreja–. A Catamarca no ha de ser porque vamos por camino llano. Capaz que a Salta. Salta la linda –dice y abre la boca en una risa blanda, sin dientes.
El muchacho se estremece; el cuerpo se le sacude como si cada hueso se le estuviera reacomodando bajo la piel; cae y queda recostado sobre las piernas del viejo.
–No se haga mala sangre, chango; no nos van a hacer nada. Nos quieren lejos por un tiempo, nomás. Cosas de la política, ¿me entiende?, por el acto, para que no nos vea el gobernador. ¿No vio que el intendente hizo tapiar las villas y lustró los bronces de la intendencia? Porque los caños eran de bronce y nadie sabía. Hizo saltar la pintura con una llave, puso hasta a los barrenderos a raspar caños y cadenas, y a lustrar se ha dicho. El hombre será lo que quieran pero la intendencia quedó hermosa. Yo no la veía así como ser desde el Doctor Britto –mira fijo hacia adelante–. Sí, –dice– unos días nomás, después volvemos.
–Déjese de boludeces, Pacheco– el dueño de la voz, de pie en la boca del camión, se aferra a un travesaño con los brazos extendidos. Si estuviera desnudo, parecería un Cristo; así, con un pantalón demasiado corto y un saco demasiado angosto, parece un figurante en la rueda de un lanza cuchillos.
–Mirá, Turco, no jodas mucho que a vos sí te la van a dar; por lengua larga te la van a dar –amenaza el viejo–. Usted no lo escuche, chango; ese no entiende que es por una causa patriótica: hasta que se vaya el gobernador, ¿me entiende? Peor si nos metían en la comisaría. Eso sí que es fulero. ¿No, Brunetto? –Con el mentón apunta al hombre con aire de pájaro que fuma junto a Suárez.
Brunetto da una pitada al cigarrillo y apoya la cabeza contra el parante. Es un hombre flaco y pálido, de rasgos desdibujados bajo el maquillaje corrido alrededor de los ojos. El pelo muy corto, de un color indeciso entre el naranja y el amarillo, se adhiere a su cabeza como el musgo a la corteza de los árboles. La remera escotada deja visible su pecho lampiño, la piel translúcida como de vela.
El viejo sigue:
–A esta la guardan casi todos los fines de semana –baja la voz–, por atentar contra la moral pública.
–Y de paso le hacen el favor –resuena una voz anónima.
El viejo abre la boca para protestar, pero Brunetto lo interrumpe:
–Dejalo, viejo –da la última pitada y apaga el pucho contra el piso–, si tiene razón.
El viejo encoge los hombros.
–Vos sos más raro, también.
Brunetto hace una mueca que quiere parecer una sonrisa.
–Mi vieja me decía lo mismo –contesta y se pone de pie.
Masajeándose las piernas, se acerca hasta el Turco y le apoya una mano en el hombro para señalarle un punto al costado del camino. El Turco hace un pequeño movimiento, casi imperceptible para cualquiera menos para Brunetto que retira la mano y se la lleva a la espalda. Se quedan unos segundos así, muy quietos, dos siluetas separadas por el vacío de la noche.
Al rato el hombre con aire de pájaro vuelve, restregándose los brazos. El viejo le pregunta si tiene frío y le ofrece una manta. De una bolsa de almacén se apura a sacar una colcha a cuadros, sucia y deshilachada .
–Me la regalaron los del América –se la ofrece.
–No, gracias, viejito, usala vos.
–¿Qué frío voy a tener yo con este chico acá encima? –Se inclina hacia la cara del muchacho, lo examina por un momento y lo cubre con la manta–. Parece una brasa de tanta fiebre. Usted no está borracho –le habla al oído–, y aparenta ser de familia. ¿Viste, Suárez, los zapatos que tiene?
Sin dejar de columpiarse, Suárez parpadea varias veces como si se despertara de un sueño y mueve los ojos trazando en el aire un triángulo invisible. Se lleva las manos a la entrepierna, abre y cierra la boca como un pez.
–El Suárez también era de familia –sigue el viejo–; mujer y tres hijos tenía. Pero él no los mató. Volvió un día del ingenio y se los encontró a todos muertos, muertitos. A balazos; ni un colchón sano dejaron. Vaya a saber qué andarían buscando. Lo metieron preso, pero a la semana lo largaron. Mejor hubiera sido seguir a los muertos que quedar así ¿no le parece, mijo? –y le apoya una mano en la cabeza–. No –dice– usted no está borracho; flor de paliza le dieron.
El viejo le habla al perfil del muchacho. Bajo los moretones se distinguen los rasgos casi infantiles. Entre los párpados hinchados apenas asoman las puntas de las pestañas y un ronquido espeso le marca la respiración.
–Yo tuve una fiebre como esta hace tiempo; cuando me tuvieron que cortar el pie con el asunto de la gangrena. Al doctor se le quedaron en la mano tres dedos; pasas de uva, propiamente. “Y agradecé que con esa diabetes te salvamos la pierna”, me dijo después. Y me quería internar en el frenopático. “Seré diabético, pero no chiflado”, le dije. ¿Te acordás, Brunetto? Me sacaste ahí mismito del hospital.
El hombre asiente sin mirarlo, el viejo está por agregar algo pero se vuelve de golpe.
–Griselda, dejá al chico en paz.
La mujer le está desanudando los cordones de los zapatos. Tiene los ojos hundidos, y el pelo le asoma como estopa bajo el gorro de lana.
–Si ya no los va a precisar –protesta.
–¿Qué sabrás vos? Salí, salí de ahí te digo –el viejo agita la mano como espantando gallinas.
La mujer se aleja gruñendo y trazando líneas en el aire con un dedo. Por un momento todo queda en silencio; sólo se oye el zumbido del motor y el trueno de las lonas. Brunetto viaja con los ojos cerrados; Griselda, hecha un ovillo contra una cubierta; Suárez aprieta los labios, como si quisiera evitar que le den de comer. El viejo mira recto hacia la espalda del Turco. El resplandor de una tajada de luna traza el contorno de su cuerpo enorme.
–¿Qué? ¿Te pensás tirar, Turco?
–¿Por qué no, viejo? Si a la final da lo mismo –el Turco vuelve la cabeza en dirección al hombre acurrucado en un ángulo–. Pero hay deudas que cobrar.
El Cara de Ángel levanta la vista y aprieta contra el pecho un tablero de cartón y una caja de madera.
–¿Qué me mirás? Yo no hice nada –se ataja.
–Epa, Angelito, ¿qué te anda pasando? No me vas a decir que te agarró miedo ahora, ¿eh, Angelito? –El Turco cabecea señalando el tablero y la caja de madera–. ¿Qué tenés ahí?
–Nada –los estrecha con fuerza–, mi ajedrez.
El Turco larga una carcajada que termina en ahogo; tose y le escupe a los pies.
–Cuidate, Angelito, cuidate –y vuelve a su postura de cara a la noche.
–Esta vez sí que la hizo fulera –dice el viejo estirándose el cuello de la camiseta–. Botonear al Turco; hay que estar loco. Y encima los meten juntos. De seguro no estaba ninguno de sus amigos de la cana, ¿me entiende, chango? Esos con los que juega al ajedrez en la plaza –se escarba la nuca, se mira la punta de los dedos–, todo les botonea con tal que lo dejen ganar. Pero esta vez no había nadie para agradecerle el favor. Un día de estos va a aparecer ahogado en la fuente con un alfil en el culo –dice, muy serio.
Apoya una mano sobre la frente del muchacho; le palpa la cara, el cuello.
–Che –dice–, parece que se le está yendo la fiebre.
Griselda corre a su lado, recitando entre dientes sus letanías y trazando cruces en el aire. Levanta los brazos a un cielo sólo visto por ella: San La Muerte, San La Muerte, que esta almita no se despierte.
–Brunetto –llama el viejo. Con un cabezazo le señala el cuerpo del muchacho.
Brunetto se agacha y le arrima el oído al pecho. Su mirada se encuentra con la de Pacheco, que grita:
–¡Turco!
El hombre se acerca, observa al chico, intercambia miradas con Brunetto y el viejo.
–¿Qué hacemos? –Dice.
Pacheco cabecea hacia delante, hacia el rectángulo de noche que se arrastra por el pavimento.
–¿Está seguro, viejo?
Brunetto interviene:
–Pacheco tiene razón –dice y acaricia el pelo ondulado del chico–. Ha de tener familia. A lo mejor lo encuentra alguien y quién te dice lo entierran; o lo devuelven.
–Si lo dejamos acá, lo hacen humo –sentencia el viejo.
El Turco se restriega la nuca, piensa.
–¿Les vas a hacer caso a estos, Turco? Qué va a pasar cuando se den cuenta –el Cara de Ángel pega saltitos a su lado.
–Volá de acá antes de que te rompa la jeta.
–Pero es que nos van a…
El Turco le agarra la cara con una mano, le habla en voz muy baja, casi adentro de la boca.
–Y a qué te creés que nos llevan.
Brunetto traga saliva, Griselda se persigna; el viejo no hace ni una mueca. Suárez aprieta los ojos y emite un ruido gutural. El Turco suelta al Cara de Ángel y con un empujón lo saca del medio.
–Agarralo de los pies –le ordena a Brunetto.
–Pacheco, Pachequito –Griselda suplica.
–¿Ahora qué te pasa, mujer?
–Dejame los zapatos.
El viejo mira para otro lado y hace un gesto de fastidio.
–Apurate, que ya va a amanecer.
La mujer tira de los zapatos y se los guarda bajo la pollera. Los dos hombres se disponen a alzar al chico, pero Griselda los detiene.
–Esperen –de entre los pliegues de su ropa saca una estampita ya gris de tantos dobleces. La besa y la desliza en el bolsillo de la camisa del muchacho–. Ya está.
El Turco y Brunetto acarrean el cuerpo hasta el borde de la caja y lo depositan con cuidado en el piso; en cuclillas, se miran por un instante y, al unísono, lo empujan. Un sonido breve y seco, como un golpe de puño contra una bolsa de arena, es todo lo que se oye.
Como animados por el mismo hilo invisible, los dos hombres se sientan, las piernas colgando fuera del camión. El Turco saca un cigarrillo a medio fumar, lo enciende y se lo ofrece a Brunetto, que le da dos pitadas cortas y se lo devuelve. La claridad se adelgaza bajo las lonas, repta silenciosa sobre los que todavía duermen; dibuja débiles trazos, pálidos como cicatrices desvanecidas por el tiempo.