Texto: Marcos Urdapilleta
Lectura: Pablo Gandolfo
Ilustración: Horacio Petre
Qué pinta de viejo garca que tiene el tipo. Todo prolijito, la ropa recién lavada, recién planchada o directamente recién salida del primer shopping de Recoleta. Hasta tiene el sweater en los hombros, por Dios. Si a esta tarde le hacía falta un cliché, acá está, es éste. Y para colmo no dice nada, se queda ahí quietito y sonriente con el brazo apoyado en la ventanilla, el codo saliendo del auto. Al final se corre los anteojos por arriba de la frente y pregunta ¿cuánto es, querida?
Diez pesos, dice Karen. Alarga la mano. ¿Diez?, dice el viejo que parece garca, como queriendo enfatizar algo, pero haciendo un uso tan sutil de la política, tan flojo y soso, que termina sin decir absolutamente nada. Karen tampoco dice nada, mastica chicle. Creo que hace un globo, no sé. El tipo no entiende por qué la otra no le contesta nada. Se queda medio desorientado, no entiende la incorrección, la descortesía. Y ahora sí, levantando un poco, apenas, el tono de voz, insiste: disculpame, ¿cuánto es? Trece pesos, dice Karen. Mastica chicle.
El tipo con pinta de viejo garca se inclina un poco para adelante, levanta un poco el culo y saca un poco la billetera del bolsillo de atrás. Parece que va a explotar, la billetera. El tipo abre, acomoda un papelito que sale, revisa una tarjeta y después otra. Por algún lado asoma un poco el registro, pero sobre todo asoman los billetes, que son muchos y de todos colores.
Tomá, nena.
Cien pesos, le da. Cien.
Karen suspira. Se acomoda el auricular en el oído izquierdo, está escuchando Megadeth. Abre la caja, saca seis de cinco pesos, diez de dos, tres de diez y algunas monedas: dos de dos pesos y tres de uno. Se lo da todo junto en un fajo doblado por la mitad, con las monedas arriba. Y le pregunta: ¿quiere donar parte de su vuelto? Y en ese momento, estoy seguro, lo tiene a Dave Mustaine en el oído, a lo mejor volviendo sobre el estribillo: Ai lost mai maind, Ai lost ol mai mani, Ai lost mai laif chu de quíling roud. Pero el tipo con pinta de viejo garca no pierde nada, nunca. Por un microsegundo se le nota la decepción en la sonrisa, que se tuerce un poco. Mira la caja de plástico colgada de la cabina y después de nuevo a Karen. Missing Children, la imagen es persuasiva: una pibita de no más de seis años, con los mocos colgando y la cara sucia. No, no, gracias, nena. Y agarra el vuelto y otra vez levanta el culo y saca la billetera. Pero ahora no la inspecciona tanto. Karen levanta la barrera y el auto se va.
Acá está todo liso, sin joda. Llano, llano, llano. Llano como una pampa de mentira o como el tiempo después de un mazazo. En la hilera de cabinas hay de todo, pero nada muy movidito. Gustavo duerme una siesta, Fernando está hace una semanas tratando de resolver el primer ejercicio de una revista de sudoku, Amelia, que de nosotros es la más vieja, teje escarpines –ya tiene una colección de seiscientos setenta y tres. Karen también sigue con lo suyo. Le sube el volumen a Megadeth y saca su cuaderno y las biromes del cajón. Tiene un cuaderno Gloria cuadriculado de sesenta y cuatro páginas, y las está completando todas con corazoncitos. Un corazón por cada cuadrado de la página. Dibuja uno con la birome roja, lo pinta. Dibuja otro con la birome rosa, lo pinta. Y así.
Va por la hilera doce de la página cuarenta y tres.
Pero antes de que pueda pintar el corazón número cincuenta y siete aparece otro auto. Es un Peugeot 505, marrón y hecho mierda. La mujer que maneja se parece a Angelina Jolie: derrocha sensualidad por todos lados y tiene los mismos labios carnosos. Tiene puesto un vestido carísimo, de esos que Karen no vio ni va a ver nunca más en su puta vida: negro con detalles en bolitas brillantes que son o parecen diamantes y un escote generoso. Karen deja el corazón rojo sin pintar. Se saca uno de los auriculares. En el auto van cuatro personas, todas de gala: Angelina Jolie maneja, al lado va lo que Karen supone que es el marido, un gordo medio pelado al que se le nota que la corbata lo está por asfixiar, y atrás los pibes, varón y mujer, también empilchadísimos: saco y corbata, tiradores, vestido con arreglos, moño en el pelo, colorete en la cara y toda la bola. Fuman todos, la mujer y el tipo adelante, los pibes atrás. Fuman, fuman y fuman, compulsivamente.
La mujer que maneja apenas gira la cara, el pucho le cuelga de los labios gruesos. Hola, amor, dice con suavidad calculada, y larga de a poco una nubecita de humo espeso. Karen mastica chicle. La mujer saca de la cartera un monedero. Cuenta: uno, dos, tres… Diez, dice sonriendo. Cruza el brazo y le deja a Karen los diez cigarrillos. Karen se mira los puchos en la mano. La mira a la mujer, que ahora se está poniendo rouge, mirándose en el espejito del parabrisas. Aprieta los labios y los suelta, el gesto es muy sexy.
¿Qué es esto?
Cigarrillos, dice la otra. Parece que contestar eso la hace feliz.
Pero ni siquiera son Marlboro.
(Es verdad, ni siquiera son Marlboro.)
Karen se mira la mano otra vez, la mira a la otra, al gordo, a los pibes. El de atrás hace aros de humo, y después de apagar el pucho en el piso del auto, de aplastarlo con el zapato y de prender uno nuevo le pregunta a la que maneja: ¿qué pasa, mujer?
Karen suspira, por momentos siente el perfume de la que maneja sobreponiéndose al olor a CEAMSE.
¿Quiere donar parte de su vuelto?
La mujer se sonríe, a lo mejor mañana, amor, dice, y cuando la barrera se levanta sale arando. El auto deja una nube de tabaco y nafta mal quemada, Karen vuelve a lo suyo. Agarra la birome roja, pinta el corazón que le había quedado inconcluso, el cincuenta y siete de la página cuarenta y tres, y le sube el volumen a la música.