Texto: Hernan Ronsino
Lectura: Pablo Gandolfo
Ilustración: Horacio Petre
Amanecía en el campo. Íbamos en la camioneta de Teodoro Kieffer a cazar liebres. Una película opaca, de luz, cubría el reborde de los árboles. El camino de tierra era llano, lineal. Teodoro Kieffer, con la voz gruesa de la mañana, y una cara todavía no reconciliada con la vigilia, me hablaba del caballo de Saturnino Pérez: un zaino, de un pelaje hermoso, que le salvó la vida a su dueño. Una noche, Saturnino Pérez escuchó que los perros andaban inquietos. Y las vacas un poco alborotadas. Entonces supo que seguro eran cuatreros los que andaban en su campo. Montó el zaino y salió, a lo oscuro, armado. Era un hombre guapo, Saturnino. Parece que en la zona de la laguna vio un bulto raro. Entonces levantó la voz: “Quién anda ahí”, dijo. El bulto se quedó quieto, pero no emitió sonido. Las cosas no le estaban gustando nada. Gritó de nuevo: “Quién”. Y el bulto amagó un gesto, digamos, un movimiento. Saturnino desenfundó, apuntó, y en ese momento vio que el bulto salía corriendo. Dudó, pero decidió tirar a lo oscuro. Se detuvo. Trató de escuchar algo, un ruido, un gemido, una queja. Pero lo único que se oía era un sonido conjunto de sapos y grillos dispersos. Entonces, la noche, traicionera, le devolvió la agresión. En eso sintió el pinchazo en el pecho. Fue lo primero. Después un frío que le subió hasta la cara, hasta la misma boca, cada vez más reseca con el sabor agrio de la sangre. Y el zaino, como dándose cuenta de todo, empezó a trotar por el medio del campo. Parece ser, porque, es lógico, después fueron reconstruyendo el destino que tomó, que enfiló para el camino real. Era una noche cerrada. Antes de llegar al camino real se empezó a ver, flotando en la masa oscura, informe, una luz. Saturnino Pérez, gravemente herido, no podía tomar las riendas, solamente, dice, se aferró con fuerza al animal que, sabía, era su única salvación. El zaino galopaba en la noche, con pasos firmes. Cuando se detuvo, Saturnino Pérez, mareado, sangrando por la boca, cayó al suelo. Estaba en las puertas de un rancho. El zaino relinchó. Era la casa de Castillo: así fue que le salvó la vida. A ese caballo lo crié yo y después se lo vendí a Pérez, me contaba, entonces, Teodoro Kieffer, mirándome por encima de sus hombros, orgulloso, con una voz cada vez más parecida a la suya. Dejábamos el camino de tierra. Estábamos entrando al campo de Saturnino Pérez. Yo tenía ocho años. Íbamos a cazar liebres, con escopetas.
Nos esperaban abajo de un ombú. Leo Krause, las manos enguantadas, severo con la mirada, pero triste, apenas, en la curvatura de los labios, justo en esa mueca torcida debajo del bigote fino y rubio; y Eugenio Calderón, manco, ansioso, adolescente. Nos esperaban abajo de un ombú. Teodoro Kieffer, unos pasos más adelantado, ensayaba la postura que tanto le gustaba poner en práctica frente a los miembros del Munich, postura con la que se ganó, incluso después de muerto, un respeto exagerado. Sería por las botas, pensaba yo, por las botas blancas, sobresaliendo encima del pantalón también blanco. Saludamos. Se habló de mi primera vez, en la caza. Después decidieron ir hacia la zona de la laguna. El sol trepaba, en la mañana despejada. Mientras caminábamos, con las escopetas en la mano, veíamos, de a ratos, a Saturnino Pérez, como una sombra, un reflejo alargado en medio del campo, mítico, apareciendo, detrás de los corrales, montado en el zaino.
La primera liebre que vimos apareció detrás de unos eucaliptos, antes de llegar a la laguna. Krause se puso delante. Teodoro Kieffer, unos metros detrás. Y apoyados en un alambrado, Eugenio Calderón y yo. Krause apuntó. Y largó el disparo. El tiro retumbó en el aire, temblando, para flotar atontado, un rato nomás. Le había pegado a la liebre, en la cabeza. Teodoro Kieffer le disparó a una, cerca de un senderito. Yo las guardaba en una bolsa. Arrastraba la bolsa, con las liebres muertas. Eugenio Calderón, que estudiaba en la Escuela Agraria de Gorostiaga, me decía que había que saber dónde pegarles para matarlas de un solo tiro. Tenía un lunar, Eugenio Calderón, justo debajo del ojo derecho, y una barba, dispersa, confundida todavía con un vello débil, oscuro, que le empezaba a cubrir el rostro redondo. Eugenio Calderón mató a una liebre, del otro lado de la laguna. Y fue con un solo tiro. La bolsa pesaba. Lo que pasó después seguro habrá sido a media mañana. Los informes médicos decían eso. Alguna vez escuché que Teodoro Kieffer trataba de entender la tristeza que llevaba puesta en la mueca torcida, debajo del bigote fino y rubio, Leo Krause; se decían cosas, diversas versiones, por ejemplo, en el amplio salón del Munich de la Norte, cuando, claro, Leo Krause no estaba presente o estaba de viaje o en la casa de verano en La Cumbrecita. Teníamos que cruzar un alambre de púa: eran tres hileras. Primero pasó Teodoro Kieffer, Leo Krause sostenía con el pie una de las hileras y levantaba, con cuidado, el alambre de arriba, formando un hueco, para que pasara el cuerpo de Teodoro Kieffer. Fue en ese momento cuando me puse a observar a Leo Krause: lo miraba desenvolverse, severo, pero frágil, un suave temblor en la punta de sus manos lo volvía frágil, más bien desesperado. Después pasó Eugenio Calderón. Y por último crucé yo. Primero pasé la bolsa con las liebres, arrastrándola. Y entonces me agaché. Atravesé una pierna y cuando quise pasar la cabeza y la espalda se oyó un tiro. El alambre de púa se me vino encima. Leo Krause y Teodoro Kieffer corrieron unos metros. Cuando comprendí lo que estaba sucediendo, vi el cuerpo de Eugenio Calderón, manco, ansioso, adolescente, desplomado en la tierra, con una mancha de sangre en la cabeza.
Eugenio Calderón no murió como mataba a las liebres, de un tiro; murió, después, en mis brazos, mientras lo llevábamos al hospital en la camioneta; tardó un tiempo: primero largó un ronquido espeso, inolvidable, y enseguida un vómito de sangre que manchó mi ropa. Eso fue a la altura del puente Lago. Quedó con los ojos abiertos. Entonces en el hospital se habló de un accidente. Mientras yo cruzaba el alambrado, el gatillo de mi escopeta se enganchó en una púa y sacó el disparo. Había matado a Eugenio Calderón. Esa misma tarde, Teodoro Kieffer decidió que debíamos volver al campo de Saturnino Pérez. “Porque si no aprendés a tirar hoy, me dijo, no vas a aprender a tirar nunca más”. El camino de tierra, ahora con otra luz, un poco más lustrosa que la de la mañana, menos inocente, también, se prolongaba recto, sin relieves ni matices. Entramos al campo cuando la noche cubría, con una sombra levísima, la mayor parte de la cosecha. El rancho de Saturnino Pérez, luminoso, largaba un humo blanco desde una chimenea, pequeña, de chapa. No le pedimos permiso. Dejamos la camioneta a la vista, para que supiera, con solo verla, que estábamos cerca de la laguna o entre los bebederos de las vacas, cazando liebres. Teodoro Kieffer avanzaba por el campo, buscando, decía, los caminos de las vacas. Las liebres andan, decía, de noche por los caminos de las vacas. Eligió el lugar. Y antes de tirarnos al suelo como soldados atrincherados, me reiteró las instrucciones para usar la escopeta. Entonces esperamos. Desde el suelo, entre los cardos y los abrojos, una luz, agonizante, ardía esplendorosa en el crepúsculo, para, luego, consumirse sin remedio. Ahora quedaba el olor de la bosta en el aire, mezclada con el aroma del pasto y del agua estancada en los bebederos. La noche tenía un color propio. Surgió el primer movimiento. Unos pastos que se quebraban. Teodoro Kieffer me alertó. Se llevó un dedo a la oreja para que escuchara. Otra vez, el ruido más cercano. La vi en el camino de las vacas. De lejos, en esa penumbra flotante, la liebre se parecía a un conejo. Teodoro Kieffer me dio la orden, con un golpe en la espalda. Y así fue que sentí que asomaba la cara en un escenario inmenso; las luces, potentes, me encandilaban, y recortaban, detrás, a una masa oscura, sin forma, muda, que contenía la presencia imaginaria de tantos miles de fantasmas esperando el error para saltar al escenario, tomar el protagonismo y danzar, conmigo, sin escrúpulos. Abrí las piernas. Contuve la respiración. Apoyé la escopeta en el hombro. Había en los movimientos, hasta ahí, algo semejante a cuando jugaba a matar indios en el patio de la fábrica. Pero la diferencia se manifestaba en mi cuerpo. Apunté. Antes de tirar escuché a unos teros, sobrevolando la laguna. Tiré. El ruido se adueñó de la noche. Me volteó. “Le diste”, balbuceaba Teodoro Kieffer. La liebre estaba quieta, con una mancha de sangre en el cuerpo. Yo la veía desde el suelo, entre los cardos y los pastos secos. “Andá a buscarla, hijo, es tuya”, decía, ahora en voz alta, Teodoro Kieffer. Me paré. Los brazos me temblaban. Empecé a caminar hasta donde estaba la liebre. Un olor a zorrino, prepotente, me golpeó la cara. Cuando llegué, la vi quieta. El tiro le había pegado en la cabeza. Entonces perdí la distancia, de la que hablaba Eugenio Calderón, entre el cazador y su presa. Arrastré el pie sobre el lomo de la liebre. Lo pasé dos veces. Primero, la liebre largo un aullido insoportable y, enseguida, empezó a girar, furiosa, sobre sí misma, herida en el ojo. Retardada, me llegaba la voz de Teodoro Kieffer que decía: “Tirelé, tirelé, carajo”. Apunté y saqué el disparo. El tiro repiqueteó en la tierra seca. La liebre, por eso, arrastrándose fuera del camino de las vacas –tuerta y moribunda– se perdió en la inmensidad del campo.