Texto: Sebastián Pandolfelli
Lectura: Carlos Borrego
Ilustración: Horacio Petre
Pasaba la hora de la siesta y el barrio estaba tranquilo. El sol picaba fuerte deslizándose entre los techos y se reflejaba en algunos charquitos, mientras soplaba cada tanto una brisa cálida que levantaba el polvo en calle de tierra. Los de la iglesia de la esquina habían puesto banderines de colores, seguro que el domingo había carrera de sortijas, de esas que organizaban cada vez que era el cumpleaños de algún santo.
A lo lejos ladraban unos perros y se escuchó la bocina del chipaquero. El hombre, con un canasto enorme en su bicicleta, vendía los chipacos recién hechos y calentitos cuando promediaba la tarde. El chillido con que se anunciaba fue la señal. Indicaba que eran las cuatro, hora en que el viejo loco de Don Borman dormía la mona. Siempre tomaba vino en damajuana, se ponía en pedo y se palmaba hasta que bajaba el sol.
Crucé la calle corriendo y fui a buscar al gordo. No había mucho tiempo. Y tenía que ser cuanto antes. “¡Ufa! No, pará que la peli ya termina”, me dijo el muy tarambana, que era fanático de “Sábados de Superacción”. Estaban pasando Octoman, esa del hombre pulpo. La sabíamos de memoria, pero él la quería ver otra vez. “Dale ché, si es malísima y encima ya la viste… Dale, gordo, dale, que además la culpa es tuya… Si no fueras tan gil no hubiera pasado nada…”. No le quise decir eso pero era verdad, era medio gil y la pelota se le escapó a él. Y había que rescatarla, porque si no se me iba a complicar. La bocha era de mi viejo y no era gran cosa, pero estaba firmada por el Loco Gatti. Era uno de sus trofeos. Se la había conseguido un amigo, un flaco que se llamaba Oscar, pero le decían “Tomate”, que fue jugador de Independiente y una vez salió en la tapa de El Gráfico.
Llegamos a la esquina y Julito nos esperaba sentado en la vereda chupando un Naranjú. Esa tarde no íbamos a cazar renacuajos en la zanja, ni anguilas en la laguna del costado de la vía, ni a tirarle piedras al tren, ni jugar a la bolita, ni afanar nísperos en la casa de Doña Teresa. Nada de eso. Teníamos una misión por delante: encontrar la número cinco de mi viejo en medio del cañaveral de atrás de mi casa.
“Cuando esto era un baldío, entraba yo solo y te la encontraba al toque”, canchereó el gordo. “Pero ahora… Uh, ahora vive Don Borman”. La mamá de Julito decía que era un viejo borracho. Mi mamá decía que era un loco de la guerra, que era nazi. Para mi los nazis eran unos soldados que aparecían peleando contra los yanquis en series aburridas que le gustaban a mi abuelo. Con el tiempo aprendí que eran otra cosa.
No sé, yo les tenía más miedo al Pico y al Chori. Esos bichos eran la piel de Judas. Una vez mataron un perro entre los dos, a picotazo limpio. Siempre andaban por ahí atrapando ratas y viboritas ciegas. En la verdulería escuché a unas señoras diciendo que el viejo los entrenaba para hacerlos pelear por plata en un garito de la villa, ahí al costado del riachuelo. Ojalá que alguien los haya convertido en caldo.
En fin, estuvimos un rato largo frente al tapial tomando coraje. Julito tenía una gomera, el gordo un cuchillo Tramontina y un muñeco de Mazinger Z. “¿Para qué traés el muñeco ése?”, pregunté. “Porque sí, me lo compró mi tía hoy en la feria”, contestó. “Además, si apretás este botón, lanza los puños, mirá, nos puede servir…”. “¿A ver…? ¡Faaaa! ¿Me lo prestás…?”, dijo Julito. “No”, respondió en seco el gordo, que siempre fue un egoísta.
Yo me equipé con una rama de paraíso bastante grande para espantar a los plumíferos diabólicos. También teníamos las estrellitas ninja que hicimos cortando latas de conservas. Estuvimos como dos horas con eso a la mañana. Y habíamos intentado armar una suerte de bomba casera con un paquete de cigarrillos y una barra de chocolate como hizo Mac Gyver en un capítulo.
Nunca funcionó. Ese Mac Gyver es un trucho mentiroso de mierda.
Lástima que mi hermano se había ido a lo de mi abuela. Su destreza para la fabricación de armas caseras nos hubiera sido de gran utilidad. Ese pibe siempre fue un genio de la mecánica.
Me asomé y miré para todos lados. No había señales de peligro. Suspiramos y saltamos los tres casi al mismo tiempo. El gordo corrió asustadísimo, con el Tramontina en la mano y el muñeco en el bolsillo. Yo iba dando zancadas, observando el campo de acción. En eso lo veo al Julito, petrificado, con una expresión de terror. Los gallos lo tenían rodeado. No podíamos gritar, porque se iba a despertar el viejo Borman, pero los pajarracos chillaban como poseídos por el demonio de las aves. ¡¡¡KKKaaaakkkkaaarraaakKKK!!! Ligué un picotazo en la rodilla, sentí un dolor agudo y horrible. El gordo maricón salió disparando como rata por tirante y saltó la tapia. El regalo de su tía quedó tirado en el pasto. Me defendí a puro ramazo. Acerté unos cuantos, pero los tenaces emplumados atacaban con rabia. Les tiraba las estrellas ninja, pero no había caso, nos seguían picoteando.
De repente, en un acto de heroísmo, Julito, haciendo gala de su puntería les embocó sendos gomerazos. Chillaron una vez más y se quedaron quietitos, escondidos atrás de un helecho. Ahora ellos tenían miedo.
Me sangraba un poco el tobillo, pero ganar la batalla me dio ánimos para seguir y nos metimos entre las cañas. Una brisa las movía y era como una danza. Se escuchaba un clac clac clac cuando chocaban entre sí. Estaba oscuro, apenas se filtraban unos rayos de luz. Había mucho olor a podrido y estaba lleno de mosquitos. Me sentía como Indiana Jones explorando lo desconocido. Me puse re emoushon a tararear la canción de la película: “Tan tarántaaaan tan tarán, tan tarán taaan, tan tarán, tan tan”. Me faltaban el látigo y el sombrero. “Pará ché, andá más despacio…”, se quejó mi compañero con la gomera en alto. “¡Uh, mirá una rata muerta!” dije excitado, mientras la tocaba con mi rama de paraíso que bauticé Excalibur. “Buscá la pelota y rajemos, que se va a levantar el loco…”, contestó malhumorado. La selva de cañas se hacía cada vez más espesa. El tiempo se nos acortaba y el balón no aparecía. “La pateó bien lejos el gordo gil, eh…”, dije, pero no tuve respuesta. Teníamos que encontrar esa mierda. ¡Mierda! Lo que faltaba: pisé un tereso de perro. Me resbalé y casi caigo sentado. Julito empezó a recular, se quería volver, lo invadió el miedo. “Dale, dale…”, repetía. Se me hizo un nudo en la garganta. Sentí angustia. Ahí nomás empecé a patear las cañas. Malditos palos verdes. Estaba lleno de odio, con ganas de llorar. “¡Mirá!”, gritó mi camarada. “¿Apareció?”, pregunté ilusionado. “No, mirá…”. Había encontrado un cementerio de botellas de todos los colores y una revista vieja y medio deshecha con fotos de mujeres desnudas. Tuve una sensación rara, como un calor entre las piernas y quise arrancar la foto de una rubia de tetas enormes, pero se me rompió porque estaba húmeda. Julito las miraba y se rascaba. Las miramos un rato y seguimos adelante.
“¡¡¡Eh!!! ¿Qué andáy? ¡Eh! ¡Vapasucasa!” Al escuchar ese grito se nos heló la sangre. Como si hubiera aparecido Octomán entre los yuyos. “¡Rajemos, che! ¡Corré que se despertó el viejo!”, lloraba mi compañero. Entonces sacudí unas cañas, nervioso, pateando en todas direcciones y como regalo del cielo, la número cinco de mi viejo cayó a mis pies. Grité de alegría, la abracé con fuerza y corrimos y corrimos, mientras el hombre, con su mejor cara de loco, los pelos blancos todos parados, los ojos inyectados en sangre, nos vio atravesar el fondo de su casa sin entender nada. Tenía la escopeta en la mano.”¡Pasucasa pendeje!”, gritó. Los gallos del infierno se cruzaron otra vez en mi camino pero me libré de ellos a las patadas. Julito buscaba algo en el suelo. Don Borman disparó al aire y el estruendo resonó en todo el barrio.
No estaba tan desquiciado como para tirarnos a quemarropa, pero me asustó en serio.
Saltamos la tapia y llegamos corriendo hasta el patio de adelante de mi casa. El garage era nuestro refugio. Nuestro Salón de la Justicia. Respiramos agitados y felices. Misión cumplida. Me dolían los picotazos y me sangraba el tobillo, pero me salvé de una buena penitencia. Me saqué las zapatillas llenas de barro, caca de perro y plumas. “¿Vamos a lo del gordo, a la pileta?”, pregunté. “No, no tengo ganas, además no se que habrá hecho, pero la madre le vació la pelopincho”, respondió sonriente Julito, sacando algo del bolsillo. Había perdido la gomera y no le importaba, porque ahora tenía un muñeco nuevo. Un Mazinger Z.