Texto: Valentino Cappelloni
Lectura: Maru Drozd
Ilustración: María Belén Echeverría
De lo poco que se lee del cuaderno, de las palabras tachadas con rayones, de las hojas rotas, esto es todo lo que pude sacar:
Me llamo Atticus. O me llamaba. A mi mamá le había gustado mucho “Matar a un ruiseñor”. Yo la vi cuando tenía quince años. Creo que ella creía en el poder de la palabra, en que el nombre me iba a volver una persona seria, con un sentido moral fuerte. Un padre de familia responsable al menos. Nunca me gustó el nombre. No me gustó el personaje en realidad. Era falso. Tanta bondad y rigidez, todo me llevaba a creer que escondía algo. Que en realidad era el personaje más oscuro de la película, más bien, de toda la historia del cine. Le pegaba a la esposa, o la había matado él. Algo peor. Algo tan horrible que no se podía decir. Pensaba mucho en eso, me gustaba creer en la frustración de mamá. Tal vez lo único que me gustaba era que repetir mi nombre un par de veces sonaba a conjuro. Atticus, Atticus.
Me escribo para no sentirme tan solo. Porque quiero encontrar en mi fondo una voz que conteste. Aunque sea deforme, ronca, aunque me insulte los errores. Atticus, Atticus, es mentira. En realidad me escribo porque no puedo soportar el mundo. El mundo no me soporta. Giro en el mundo sin anclaje, riéndome de lo que nadie más se ríe.
Escribo porque no hablo. Hablar no sirve. Hablar es una enfermedad. Los animales no hablan y son sanos y nobles. Por eso me corté la lengua hace un par de años. Un cuchillo con algo de filo y estar un poco borracho. No es tan difícil como se cree, es más el miedo que el dolor. Se siente un desgarro y algo caliente y conocido. Total, sobraba. Era como tener un brazo tonto. Así que me corté la lengua en un rincón oscuro y aislado, donde a nadie le iba a importar que intentara gritar, ya mudo. Salió un ruido apagado y un vómito rojo. Atticus, Atticus, era libre.
Me estuve moviendo con la boca como dormida pero en una felicidad que hacía mucho no sentía. Fue difícil aprender a comer de nuevo. Me había quedado un pedazo lo suficientemente largo como para ayudarme a masticar, y también para escupir unos gemidos brutos que nunca pronuncié.
Me conformo con poco. Si un perro se me queda mirando, si alguien se deja media hamburguesa en una bolsa; podría hacer una lista extensa y aburrida.
Yo escribo porque sé escribir. Terminé el colegio. Lo mejor que me quedó fue aprender a leer. Escribir es leer bien. Ahora intento escribir para salvarme. No sé por qué me interesa salvarme. Intento salvarme el alma. Cuando me corté la lengua ya era demasiado viejo para aprender señas. Era un animal nuevo. Me había cortado de raíz la posibilidad de hablar. Pero necesito hablar. O expresar. Tengo miedo. Mucho miedo. Fui capaz de mutilarme, no soy un hombre. Jamás voy a poder ser de nuevo un hombre. Y tal vez sea capaz de lastimar de nuevo. Antes que eso me queda escribirme una y otra vez todo lo mismo que ya sé, Atticus, Atticus, como si le hablara a otro. Mantenerme ocupado.
Me acuerdo de una casa. Crecí ahí. Era una casa normal donde tenía una habitación. Me acuerdo que me escapaba por el jardín. Un día no volví más.
Escribo en este cuaderno barato, con una lapicera que hace que las letras salgan feas como bichos. No puedo evitar que broten. Tengo tiempo para que salgan y se desplacen a gusto mientras estoy acá sentado en un banco durante el día. Y el día no avanza, no termina nunca. Es un castigo estar tan desocupado. Pero mis bichos negros me protegen. A cada palabra siento más que estoy tejiéndome un abrigo.
Una vez nomás le pegué a una mujer. Era fea pero no le pegué por eso. Estaba recostada contra una pared, estaba sucia y medio dormida. Era de noche. Me senté al lado y comenzamos a charlar un poco. Nuestras conversaciones no tienen sentido. Las conversaciones de la gente de la calle. Se pierde el tema y al rato parecen dos personas hablando solas. O es que nunca dejamos de ser eso.
Ya llevábamos un rato así. Diciendo al aire. Me aburrí. Me le fui encima y le di un beso. El sabor más horrible que probé en mi vida. Así que me paré frente a ella, me bajé los pantalones y le puse la pija en la boca. Atticus, Atticus, el placer de la humedad. No sé si notó la diferencia. En algún momento sí porque me mordió con fuerza, tal vez creyó que era algo que se podía comer. La bajé de una trompada. Nunca más volví a sacar la pija, excepto para mear.
Decidí cortarme la lengua más que nada para no terminar como esos linyeras que detesto. Se mueven por la calle mendigando, hablando solos, hablándole a alguien que no existe. Me dan asco. Antes, cuando me venían a hablar por verme parecido, los pateaba con fuerza, les pegaba en la cara. A veces hasta que la sangre no salía no encontraba modo de parar. Quería que me respondieran, que ellos también me pegaran. Nunca sucedió. Se caían al piso y empezaban a llorar. No me daban ni lástima. Atticus, Atticus, yo no soy como ellos. Cuando los veo por la calle ya viniendo hacia mí, cruzo al otro lado, y si no puedo los miro mal, con furia, como un perro malo. Antes les ladraba pero ahora solamente les muestro los dientes.
Las veces que de noche me despiertan los policías municipales, siento una alegría completa. Llegan con un ruido de enjambre y empiezan a revolver todo. Le pegan a los tipos que están sobre los colchones. Se los llevan. Una vez le pegaron a una embarazada. Desde lejos, porque siempre me escapo hacia alguna esquina, aplaudí como loco. ¡Atticus, Atticus, cómo gritaba mientras la subían al camión!
Yo tengo un ojo medio abierto a la noche y ya los siento venir cuando están a una cuadra. No es lindo que te lleven, nunca volvés. Entonces es mejor que se lleven a los demás. Hacen un trabajo espectacular, desaparecen. Yo no los soporto a los otros, entonces festejo. Me acuerdo de mis cumpleaños.
Eso era lo último que estaba escrito.
Al cuaderno lo encontré en una vereda, estaba como descansando. Yo volvía del colegio. Lo levanté porque me dan curiosidad las cosas escritas.
Todavía no entiendo qué es lo que me fascinó de esas pocas páginas que quedaban. Había algo más, yo quería saberlo. Cómo había sido su infancia, sus impresiones. Me sentía atrapada, como si hubiese leído el primer capítulo de una novela increíble cuyo resto se quemó. Quería seguir leyendo.
Con esta idea fija salí a buscarlo.
Busqué entre las calles alrededor del colegio, después por el centro. Por su físico, era imposible encontrarlo. Pero yo tenía el código. Al pasar frente a ellos, susurraba “Atticus, Atticus”. Hasta que uno se detuvo y me miró fijo. No dijo nada. Era él.
Compré una pizza y comimos sentados en la vereda. Al terminar me miró con los ojos perdidos, extendió una mano y me agarró por los cachetes con fuerza. Era un gesto violento pero no me asusté, mantuve la mirada. De a poco aflojó y al quitar los dedos me dejó en la piel una marca grasosa. Me limpié y le dije “de nada”. Entonces empecé a caminar hacia mi casa. Sabía que estaba siguiéndome porque escuchaba sus pasos, arrastraba los pies. Al llegar abrí la puerta y la cerré, sin mirar atrás. Por el ojo de pez vi que Atticus estaba parado del otro lado, mirando la puerta, quizás esperando a que saliera. Al rato se fue.
Los días siguientes lo vi varias veces desde la ventana de mi habitación, caminando por la vereda de mi casa. Empecé a dejarle cajas chiquitas con sobras de comida, que ponía en el piso y tenían su nombre escrito con fibrón. Las arrancaba y las guardaba adentro de su abrigo con cuidado de que nadie lo estuviera mirando.
Seguí con el procedimiento varios días preparándolo para el momento adecuado. Una tarde en que la casa estaba vacía me presenté frente a él, que ya había guardado la caja, y le mostré su cuaderno entre mis manos. Se lo ofrecí pero no se atrevió a pasar la reja. Insistí. La abrió con cuidado y con desconfianza atravesó el pasto del jardín, mirando para los costados. Tenía miedo.
Hice que me siguiera hasta darle la vuelta a la casa y entrar al galpón que tenemos en el fondo. Nadie abre la puerta. Adentro, entre las herramientas abandonadas y oxidadas de papá, lo guardo. Cada vez que puedo me escapo para llevarle algo de comida y cuadernos Rivadavia que él llena con sus letras deformes y desprolijas. Se le ilumina la cara al verme. A veces me quedo leyéndole en voz alta lo que escribe. Nunca salió de ahí. Es mío.