Texto: Milagros Porta
Lectura: Natalia Arenas
Ilustración: Florencia María Ramírez
Después de un rato, el caos puede volverse un estado de cosas. Afuera solamente veo rojo, naranja, amarillo: se forma una gama fascinante de colores cuando explotan los autos y otro árbol se quema entre la gente que aplaude.
Subimos antes de que llegue el fuego a nuestro barrio. Desde la terraza se ve todo, la casona está muy bien ubicada. Apenas nos llega el humo, por ahora. Papá me ofreció quedarme en su casa, “solo nos tenemos a nosotros”, y ahora me ceba mate mientras se arma el tercer porro del día. Se tira agua hirviendo en la mano. Disimulo mi sonrisa. Por suerte se quemó él, y no la yerba. El viejo da un salto y me mira como si el agua se me hubiera caído a mí. Ya no sabe ni en dónde está parado. Aunque podríamos estar en cualquier parte: el paisaje, acá o en Moscú, va a ser el mismo.
Me asomo a la calle para ignorarlo. La gente todavía está marchando, en procesión. Ahora empiezan a corear unas canciones que repiten siempre la misma estrofa. Pero son festivas, como de carnaval. Los noto alegres. La mayoría, deformados por el fuego, lloran, gritan. Agradecen. No sé por qué no bajo y los sigo. Morir así parece sagrado. Chupo la bombilla del mate y lo revoleo a la calle, asomada desde la baranda. Viéndolos, todo lo que alguna vez quise me parece una idiotez: la casa de mamá, el terreno en Tigre, esta misma terraza, y el mate que ahora estalla contra la vereda, avivando apenas las llamas. Papá y yo nos vamos a morir como voyeurs, mirando desde acá la verdadera muerte. Fuimos prolijos: dejamos todas las hornallas encendidas. Cuando el fuego las alcance, se acabó para nosotros.
Papá levanta un sobre con dos píldoras negras. Se traga una en seco, me ofrece la otra. “Yo me quiero morir como ellas”, le respondo, “con el fuego de las hornallas”. Estoy mirando a un grupo de señoras que baila frente a un auto detonado. Pareciera que se están fundiendo una con la otra por las brasas. Desde acá veo una mujer con muchos brazos y cabezas, una gran señora incendiada. Papá quiere contestarme, pero está muy fumado y se empieza a reír. Entonces busco con los ojos a los jacarandás de la vereda de enfrente. A esta altura del año se llenan de flores; ahora solo tienen puntos rojos, naranjas, amarillos.
Trato de acordarme de algo, algún recuerdo, alguna cara, que me saque de este estado de apatía y fascinación. Yo la quise mucho a mi abuela —cosas como esa quiero pensar. Pero no hay nada: ¿Quién se quiso en esta casa? ¿Qué recuerdo le puede ganar a la visión de los cuerpos quemados?
Ahora detonan dos autos más y la gente festeja. Por qué digo la gente si yo también lo disfruté. Es como pirotecnia pero sin sentir culpa por ninguna mascota. Total se van a prender fuego, como todo. Papá me mira buscando complicidad: “Son indios”, dice, y le da otra pitada al porro. Se ríe atragantándose, tose. Ahora tengo ganas de que el fuego se lo coma, verle la carne deformada, el cráneo como último gesto de ironía: un muñeco de huesos con traje de marca, patético y triste. El humo nos rodea y ya no puedo parar de toser, pero me encanta.
Reconozco la canción que están cantando. Es de la cancha. Papá me mira con asco mientras la coreo a los gritos. “Dónde aprendiste esa grasada”, suelta entre risas nerviosas, y abre mucho los ojos enrojecidos. Yo le canto a medio metro de la cara mientras se parte el tronco de un jacarandá vencido, vuelto mugre y ramas negras, y ya no me sorprende estar sintiendo este deseo tan majestuoso de que todo arda.