Texto: Alisa Lein
Lectura: Samantha Rojchman
Ilustración: Manuel Boyero
Corrés las cortinas enérgicamente. Un día espléndido.
Decís: chicos, el día está hermoso, nos vamos al río.
¡Sí!, gritan los cuatro. Los cuatro son tus dos hijos y tus dos sobrinas.
Es martes, pero vale como domingo. Hoy tenés franco.
En el auto los chicos se mueven, cantan, se ríen.
Cosas de chicos.
Romeo y Rodrigo tienen cuatro y cinco años. Tus sobrinas, Rosa y Lila, tres y cuatro y medio.
Estacionás el auto, bajás las reposeras, una grande y dos chiquitas. Baldes, palas, rastrillos. Los bolsos. Traés protector solar, una lona, agua, y el libro que estás leyendo. También llevás un pareo.
Para llegar a la playa tienen que cruzar la avenida. Te calzás a Lila y a Rosa en las caderas, bolsos al hombro, la reposera en la mano. Romeo y Rodrigo llevan los baldes y las reposeras chiquitas. Rodrigo se agarra de tu bolso. Romeo del tobillo de Lila. Están todos juntos. Unidos.
Gritás: ¡Nadie se suelta! ¿Está claro, chicos?
—¡Sí!
El cruce dura un poco más de lo que querés. No hay semáforos. Por suerte, siempre alguien te da una mano. Un hombre decide frenar el auto trabando el tránsito. Se escucha un insulto. Los chicos se ríen. No te queda claro si hay, o no, un pequeño choque. En cadena. Los baldes se caen tres veces. Romeo los levanta tranquilo. Los baldes valen oro.
Por delante: un día de playa.
Y el río, obvio. Marrón.
El sol es un incendio. Pareciera que con estirar la mano van a poder tocar el fuego. Vos no tenés sombrilla. Más cosas no podías cargar. Además, no tenés. Te acordás de unas vacaciones en un pueblito brasilero. Una vieja te había prestado un paraguas negropara que usaras de sombrilla. Malísimo. Esa vez te habías jurado comprar una sombrilla. Grande. De lona resistente. Blanca. Algún día.
Eligen un lugar. Estirás la lona. Los cuatro chicos hacen fila. Protector. Quejas. No se negocia. Protector. Alcanza justo. Vos te ponés solo en la cara.
Castillos. Pozos. Chapotear en la orilla del río. Pozos. Baldes con agua.
Castillos.
Los mirás. Sonreís. Rosa parece estar cambiando de color. Tan blanquita que es. Sigue jugando. Tan buena. Juega. Buen signo. Está bien.
Cavan. Se entierran. Se hacen milanesa.
Castillos.
El tiempo pasa sigiloso, como para no interrumpirlos. Una hora. Otra hora. Otra. El rosa de Rosa se pone intenso. Rosa está roja.
No te la dan nunca más. Lo sabés.
Escuchás la voz de tu hermana gritando. ¡No te la llevás más!
Tienen que correrse ya de las llamas. Escapar del incendio. Entonces ves que no hay nadie alrededor. Todos lejos. A salvo de la arena voladora, de los gritos. Los castillos. Lo sabés. Son un grupo pintoresco, lindo, pero de lejos.
Rosa está bordó. Muy bordó. Tienen que mudarse a la sombra.
Buscás un sauce añoso sobre la arena para instalarse bajo su sombra.
Es simple. Un sauce pedís. Nada más.
Forros, ni el sauce.
—¿Qué, ma?
Tampoco un alero de juncos, ni una cueva de adobe.
Ni una puta nube.
—¿Qué?
Escuchás los ruidos de la avenida.
Los chicos pelean por los juguetes. Rosa, morada, tirando a blanca, transpira con la mirada perdida. No juega.
No hay tiempo.
Nunca hay tiempo, mierda, carajo.
—¿Qué, ma?
Buscás alguien que te dé una mano. La casilla del bañero está vacía. Adónde mierda está el bañero.
Seguro almorzando. Total, a él qué le importa. Lo mismo de siempre.
Decís: chicos, nos vamos a la casita alta. ¡La del bañero!
¡Sí! ¡La casita alta!¡La casita alta!
Entusiasmo. Todos felices.
Un metro cuadrado con barandas. A dos o tres metros de altura. Un techo a dos aguas.
Un bendito techo.
Subís solo parte de los bártulos, el resto queda a los pies de la casilla.
Rodrigo logra subir solo. Romeo y Lila suben de a uno, vos los escoltás. Rosa te acompaña en todos los viajes calzada en tu cadera.
Decís: no se acerquen a la baranda.
Sombra.
Alivio.
Toman agua.
Un poco de sombra.
Aislados. Un poco. A salvo.
Pasan cinco minutos, o menos, tres. Ves, a lo lejos, en el agua, un movimiento raro. Manos que se mueven compulsivamente. Parece un hombre.
Otra vez te preguntás dónde carajo se metió el bañero.
Y te das cuenta. La casilla del bañero está ocupada: por vos.
¿Sos la responsable?
De la vida. De la muerte. De todos los bañistas. Del hombre.
La puta madre que lo remilreparió.
—¿Qué, tía?
Mirás a tu alrededor como para pedir ayuda. Dos gaviotas se posan en la baranda de la casilla. Lila pega un alarido y las ahuyenta. Una pareja te hace señas de que algo pasa aguas adentro.
Abandono de persona.
De la persona del agua. El hombre.
De los cuatro chicos.
Decís: no somos todos la misma mierda.
Dijo mierda, la tía dijo mierda.
Distribuís roles. Das órdenes.
Rodrigo queda a cargo de Rosa y de los bolsos.
Romeo y Lila tan solo tienen que quedarse quietos, jugar a la estatua. Congelados.
Por ninguna razón pueden bajar. Tampoco puede subir nadie.
Están en la sombra. La baranda no se toca.
Aislados.
A salvo.
No pueden intentar seguirte. Está prohibido. Lo dejás bien claro. Prohibido. Son unos minutos.
—¿Cuántos?
Decís: seis.
Preguntás: ¿Está claro, chicos?
—¡Sí!
Emocionante.
Solos.
Se quedan solos.
Bajás. Corrés con todas tus fuerzas. La malla se te mete en el culo. Las tetas parecen saltar independientes del cuerpo, para arriba, para abajo. Metés los pies en el agua marrón y te zambullís. Al hombre. Nadás. Focalizás tu objetivo. Nadás. Braceás. Volvés a mirar. La corriente te empuja. Te aleja. Nadás. Braceás. Estás desorientada. Mirás. Nadás. Volvés a mirar. Nada.
Nada. La nada. ¿Habrás llegado tarde?
Nadie. Mirás hacia la playa. Está lejos. La pareja que te había hecho señas corre a abrazarse con un viejo.
Metés la cabeza abajo del agua y te chocás con algo. Un cuerpo ahogado. Gritás: ¡NO! Pero no. No es un cuerpo. Es un cúmulo de bolsas y camalotes que flota a merced del río. Se te enreda en el brazo. Eso. El hombre.
Los chicos.
Abandono de personas. Tus personas.
Tenés que volver.
Las bolsas y el camalote se te vienen encima otra vez.
Braceás hacia la costa. El río es hostil. La corriente te aleja. Abrís los ojos abajo del agua. No ves nada. No ves ni tu propio cuerpo. Estás desapareciendo. Extenuada.
Tragás agua. Otra vez las bolsas. La costa parece alejarse.
Das una brazada más.
Otra.
Ni una más. Te entregás.
La corriente te arrastra como una mano enérgica corriendo una cortina, eso pensás, en la cortina, y también en esos cuatro chicos, tuyos, que ves colgados de las barandas. Lejos. Chiquitos. Más chiquitos aún de lo que son.