Texto: Luis Cattenazzi
Lectura: Macky Chuca
Ilustración: Juan Sebastián Amadeo
Camila pasea por el bosque con papá. Hablan de mariposas y flores, y de una lagartija que acaba de escurrirse entre las agujas de pino.
Al salir a un claro los deslumbra el sol, que atraviesa las ramas altas. Respiran la calidez de la brisa, y papá mira para todos lados. Se rasca la cabeza, exagera su cara de preocupación.
Me parece que nos perdimos, dice.
Pero Camila no tiene miedo, porque papá está con ella. Además es un juego que juegan siempre.
¿Cómo hacemos para volver, Camila?
Y ella mira por donde vinieron, pero esta vez no puede adivinar tan fácil el sendero en esa penumbra frondosa que parece haberse cerrado tras ellos sin que se dieran cuenta.
No sé, papi.
Papá se agacha a su altura, como hace siempre que hablan sobre temas serios:
¿Te acordás de El Principito?
Ella hace que sí con la cabeza, claro que se acuerda: es su libro favorito para irse a dormir.
Bueno, el señor que escribió El Principito era piloto de avión. De los aviones viejos, esos que andan a hélice. Una vez, iba volando de noche con su copiloto. Y tuvieron un accidente.
¿Y se murieron?
No, pero se cayeron en medio del desierto. Y estaban perdidos, como nosotros. Entonces, el señor que escribió El Principito se acordó de un amigo que se había salvado de un accidente parecido en las montañas por caminar hacia el este. Así que caminaron hacia el este, y encontraron a un beduino con sus dromedarios, que los salvó.
¿Y cómo son los dromedarios?
Son como los camellos, pero con una joroba sola.
Ah.
Camila vuelve a mirar alrededor.
¿Y dónde es el este, papi?
Papá señala la luz de la mañana, que trepa entre las copas de los pinos.
Es el lugar por donde sale el sol.
Un dolor en todo el cuerpo la arranca del sueño luminoso. En lo que tarda en abrir los ojos pegados por el hielo, cae a la realidad como si golpeara contra una saliente de granito. Ya no tiene cinco años, hasta es un poco más vieja que papá en el sueño. Y papá murió hace tiempo, de un ataque al corazón.
Abre los ojos, y es lo mismo que tenerlos cerrados: apenas distingue una sombra cenicienta que la rodea por completo, ahí donde debería estar el cielo puro y celeste de los Andes. Quiere estirar la mano para comprobar si llega a ver aunque sea sus dedos, pero no logra moverse. Se da cuenta de que sigue adentro de la bolsa Vivac, un mullido sarcófago de Gore-tex.
El dolor no viene de las piernas, las toca con su mano atrapada y no siente nada. Están dormidas por la hipotermia. El dolor viene de su pecho, o un poco más abajo: la presión de la nieve helada que se acumuló encima de ella durante la noche.
Pero si hay dolor es bueno, piensa, y clava los codos una y otra vez para arrastrarse fuera de la crisálida. Su cuerpo a punto de congelarse está tibio en contraste con el aire exterior, y ella demora unos segundos en entenderlo: ese ruido rítmico que oye es el entrechocar de sus propios dientes.
Cuando logra sentarse se golpea las piernas con las manos abiertas. Golpea hasta que el cosquilleo de la sangre volviendo a su cauce baja lento por sus muslos. Estira la rigidez de sus dedos, allá abajo, ojalá todavía calzados en las alpargatas de dormir.
Sus movimientos son mecánicos. Instinto. Entrenamiento. Piensa en papá. Sueña con él, con papá vivo, siempre que está muy cansada. Cuando baja la guardia.
Y está exhausta porque en medio de la noche los despertó el estruendo de la avalancha. O lo que todos en el grupo creyeron una avalancha. Saltaron del calor precario de las carpas al centro del campamento, abrigados con lo justo. Algunos con su mochila a medio armar. Otros, como ella, abrazados a sus bolsas de dormir.
Miraron más allá del resplandor de la luna llena sobre los campos de hielo continentales. No podía ser una avalancha. O si lo era no podía afectarlos, porque habían asegurado las carpas lejos de cualquier pendiente peligrosa. Entre asombrados y aliviados cruzaron miradas, y cuando se les ocurrió de dónde podía venir el ruido ya fue tarde: el torbellino de vientos cruzados que los había despertado terminó por encontrar una vía de escape, y se metió por el cajón del glaciar donde acampaban. A trescientos metros lo vieron claramente: una pared altísima que se les venía encima empujando y nutriéndose de la nieve y el hielo de los riscos, barriendo las nebulosas de estrellas. Transparente al principio, fue ganando en brillo azulado: un viento blanco sólido a la luz de la luna.
Así los golpeó, sin reacción. Ella gritó y –supone– todos gritaron. Pero los aullidos del viento devoraron cualquier otro sonido. Vio volar sombras en el viento, vio arrastrarse más sombras. Recibió algunos embates del equipo, que volaba alrededor. Caminó dos o tres pasos, y su pie dio contra el talud de protección del campamento. El parapeto de nieve de cuarenta centímetros de alto, ideal para los vientos inmutables de la Patagonia, no había alcanzado a desviar la furia destemplada del torbellino. Pero para ella era su último refugio.
Se tiró al suelo contra el talud y se metió todo lo rápido que pudo en la bolsa Vivac. Tiró con fuerza de los tensores de la capucha y se encerró en su propio calor. Ahora el aullido terrible le llegaba amortiguado.
El embotamiento del frío extremo es una forma plácida, muy tentadora, de morir. Esforzándose por oír a los otros del grupo trató de espabilarse, pero en algún momento se quedó dormida.
Mueve las piernas antes de intentar ponerse en cuclillas. El viento merodea sobre el glaciar, pero aplacado. Entre la monotonía gris ceniza, ella descubre algún remolino de nieve en polvo. Debe de estar amaneciendo.
Se saca un guante para buscar el GPS en la campera. Por supuesto: no está. Ni la brújula. Mucho menos la radio. La tormenta lo devoró todo, la dejó a la deriva.
Pero sabe que no puede quedarse ahí: ¿quién va a venir a buscarla?
Se levanta por fin y patea con fuerza el talud para activar la circulación en sus pies congelados, dos ladrillos que le cuelgan de las piernas. Pero puede caminar sobre esos ladrillos, sí que puede. Caminar y punto. Intenta dos pasos, y el viento la hace trastabillar.
Se aleja de la protección de su refugio y arrastra los pies. La bolsa de dormir es lo último que abandonaría un andinista, pero para avanzar debe aligerar peso. La suelta, y ahí queda la bolsa: empieza a cubrirla una fina capa de nieve.
Si alguien llega a encontrarla ya me dará por muerta, piensa Camila, sin emoción.
Se mete en la espesura del viento blanco, y ya no puede ver por dónde pisa.
En un acto reflejo tantea el aire adelante, sus manos enguantadas se hunden en esa ceguera blanca. No ha avanzado mucho, pero puede haberse metido en una zona de seracs. Recuerda que, no muy lejos del fondo del valle, el glaciar se despeña en una catarata astillada de trozos de hielo enormes, inmóviles. En cualquier momento una grieta podría engullirla hasta el centro de la cordillera profunda.
Ni se da cuenta de que el viento está en calma.
Primero zumba el silencio en sus oídos, después distingue el rumor de su propia respiración inquieta.
Algo llama su atención, y entre los jirones de la borrasca intuye el pequeño disco del sol que asoma en la planicie entre las cumbres.
Y ya sin dudas avanza en esa dirección. No le preocupan más las grietas, o el último calor que dejó atrás. Hasta los pies que arrastra se le hacen más livianos. Prueba pasos más largos, pronto marcha a buen ritmo sobre la nieve.
Allá adelante, entre la niebla que resiste, incluso cree reconocer el crepitar radial del VHF. En las pausas de su aliento entrecortado le parece que oyó una voz. Puede ser el último engaño del viento. O puede ser su grupo, que vuelve a reunirse.
Enseguida la luz tibia se extingue, como arrastrada por la brisa fría. En el último destello de claridad, adivina a lo lejos unas figuras en pie. Pero es muy práctica para hacerse ilusiones: por el tamaño y la distancia, supone que son simples penitentes de hielo marchando hacia ninguna parte. Ya serán un obstáculo si logra llegar hasta allá.
Mira alrededor como buscándole explicación a tanta saña, quiere que le devuelvan su disco dorado del sol. Ya sufrió suficiente, ¿no lo ven? En eso oye unos pasos apurados. ¡Son pasos! Esfuerza la vista en el viento blanco que vuelve a soplar poco a poco. Pasos demasiado livianos, es cierto. Mira mejor hasta que le duelen los ojos por el frío, y descubre que los pasos son unos torbellinos que se forman aquí y allá, removiendo la nieve fresca cerca de ella. Demonios de viento, se dice.
–Ángel de la guarda… –quiere rezar, pero no se acuerda de cómo sigue. Avanza distraída, no sabe hacia dónde.
Mira arriba, y el sol es un rescoldo que se apaga ahora que vuelve una penumbra como de anochecer. Desde el fondo del valle le llega el eco de un rugido cavernario. La presencia es física, tanto que ella mira por encima de su hombro. Se afirma mejor sobre el hielo, pero un nuevo temblor en las piernas persiste, monocorde. No se sorprende cuando oye los latigazos del hielo que se quiebra alrededor, muy adentro, desde el corazón de la placa que la sostiene.
Ahora el rugido explota más cerca. Las partículas de lo visible se agitan. Nieve, hielo, fracciones rotas de oscuridad. Si pudiera correr, correría. Hasta da un primer paso apresurado y resbala y rueda, le cuesta frenar el impulso. Hay algo raro en la pendiente, imagina las fauces de una grieta recién formada.
Se incorpora en cuclillas, no piensa volver a caminar. Está sola, no le quedan dudas: la tormenta los ha devorado a todos, y ahora únicamente falta ella. Cierra los ojos y se aferra al recuerdo del sol en aquel bosque al que iban con papá. Si sólo pudiera caminar hacia el este. El rugido la envuelve con su aliento de nieves eternas, la alcanza el implacable viento blanco.