Texto: Marcela Aidenbaum
Lectura: Luis E. Arista
Ilustración: Candela Córdova
Yo de pibe quería ser boxeador. Mi viejo y un tío mío me llevaban los sábados a la tarde a ver las peleas al Club “La Lucha”. Se me desorbitaban los ojos viendo a esos colosos persiguiéndose con astucia, dando saltitos cortos y precisos en el cuadrilátero de la muerte. Casi no respiraba esperando el final: el cuerpo inflado de uno con los guantes en el cielo de la victoria y el otro rebotando el esqueleto perdedor en cámara lenta contra el suelo. Tenía mis favoritos y los alentaba a los gritos.
–¡Vamos, Carlitos, tiralo, matalo! ¡Sacale los dientes!
Una vez creo que Carlitos me oyó.
Le pegó tan pero tan duro a la Pulga Ramos que el tipo quedó muerto frente a todos los que enmudecimos ahí de pie. La imagen de ese cuerpo escupido en el terreno de la derrota me persiguió durante mucho tiempo. No tenía sangre ni moretones. Nada. Carlitos le destrozó el marote entero, y se acabó. Fuera.
Después de esa vez dejamos de ir a las luchas.
–Es muy violento esto para vos, Colo –dijo mi padre repitiendo las palabras de mi madre–. Cuando seas mayor si te siguen gustando las peleas, tal vez puedas practicar y, quien te dice, hacerte profesional. Ya te veo –dijo entrecerrando los ojos y haciéndose el locutor de radio– “ahí está, admírenlo, es él, el mejor, grande entre los grandes: el Colooooh (mezclando la “o” estirada del Colo con la “oh” de la ovación del público). Qué buen tipo, mi viejo.
Me hice grande, sí; pero a las peleas no fui más. Conocí muy pronto la piel de Maricarmen Quintana y no tuve más remedio que enamorarme. Después empezaron a llegar sin tregua los críos. Uno tras otro caían como agua del cielo. ¡Tuvimos seis! Menos mal que con el último el médico le hizo no sé qué cosa a Maricarmen ahí abajo y así por fin la pobre mujer dejó de parir.
Mi suegro, el viejo Quintana, siempre tuvo un frigorífico; lo heredó. Y desde que me puse a noviar con su hija me metió en el negocio. Es un pulpo el tipo. “Me metió en el negocio” igual es una forma de decir. Me dice que haga tareas de todo tipo, que son, en realidad, nada, y me presenta como su mano derecha. Él está convencido de que yo soy medio estúpido; por eso no me deja tocar ni un papel. Pero como yo de estúpido no tengo un solo pelo, hace unos años tengo un trabajito extra. Resulta que el Chino Maidana, un tipo del barrio que de joven luchaba los sábados en el club, se hizo comisario y hace poco le salió la jubilación. Bueno, él es el que me pasa la data de algún finado, de estos que se mueren misteriosamente y que hay que hacer desaparecer, y yo voy con mis cositas y en tres, dos, uno resuelvo el problema.
Hace un rato justo me avisó que hay un laburito para esta noche. Maidana es un policía de los viejos tiempos: muy serio y prolijo con el trabajo. Tiene cuadernos completos con el registro de todo: “Caso 217, Masculino, Viernes 12/4/19, 23:00, Combate de los Pozos 2554, piso 3, departamento J. Contacto: Bety (esposa)”.
En general, voy solo y veo el panorama. Si necesito ayuda, lo llamo a Quique, otro excomisario amigote del Chino que cobra barato por “favores especiales”. Si la cosa está fácil, viene directamente para el final.
Me dejan una llave debajo del felpudo o en algún macetero (igual que en las películas) y si es en un edificio, la puerta encimada del departamento. En la furgoneta tengo siempre limpio un traje y los bolsos: guantes, mameluco, bolsas para cubrir los zapatos y cofia para la cabeza. Soy un astronauta loco disfrazado de enfermero. Los asesinos dejan al contrincante reventado en una esquina del ring y yo, como Carlitos, doy el golpe final.
La esposa del 217, Bety, dejó entornada la puerta. El finado está en pijama, sentado en el sofá y no hay sangre ni olores: ¿con qué lo habrás envenenado, Bety?
“Bueno, muchachote, vamos a ver qué hago con vos. A ver: estás bastante blandito todavía y tenés cara de bueno… ¿Te habrá cagado con otro la muy zorra? ¿O te pescaron in fraganti a vos?”.
Me gusta hablarles a los muertos durante el procedimiento. Les cuento lo que voy haciendo mientras, por ejemplo, como ahora, cubro el suelo con tres o cuatro bolsas negras. “Fulano, ¿estás listo?”.
La sierra, en general, me ocupo de traerla cargada con la batería completa. Antes de encenderla le pongo una toalla encima, porque a veces como está un poco viejita hace ruido. En el bolso gris traigo el hielo seco; y dependiendo del tamaño del cuerpo, a veces también uso otro bolsito más chico adicional.
“¡Qué suerte que sos flaco! A veces termino roto de hacer tanta fuerza y me duelen los omóplatos como por dos o tres días. Con vos voy a empezar por los brazos; bien arriba, sí, por las axilas. Uno, con cuidado… y el otro. Muy bien. ¡Mirá la cantidad de venitas que tenías ahí colgando! Claro, es que sos un muchacho joven. Esperame que corto las manos que no me sirven y las dejo aparte. La Bety puta te robó el anillo, mi viejo… ¡Qué poca dignidad! Ahí va, un chiquitín más arriba. ¡Eso es! Listo.
¿A ver esas piernas? Fibrosas y bastante entrenadas. Sobre todo los gemelos… ¿Jugabas al fútbol o corrías…? Los pies tampoco van, tanto huesito al pedo… Fuera. Ahí va. Vamos bien. ¿Listo para despedirte de tu cara y tu cabeza? No te preocupes, pibe, igual ya no te va a ver nadie. Soy tu último testigo. Esta parte es la más jodida, ¿sabés? Hay mucho tendón y cartílago; a veces se me engancha la sierra. Ojalá tengamos suerte”. Adelanto los hombros y apunto bien.
No se los digo, pero siento que es mi momento triunfal. Acá es cuando doy el golpe preciso y los tiro al otro lado del ring. Los transformo. Este es el verdadero fin para ellos. Hago apuestas conmigo mismo: “Suavecito, Colo, tranquilo”. La sierra se hunde y marca con una línea roja el terreno. Mi frente y mis manos están húmedas. Respiro hondo y empujo haciendo fuerza, bien adentro. Muevo un poco la sierra y voy otra vez. Tres o cuatro veces, porque soy un obsesivo y no quiero que quede desprolijo.
“¡Ya está! ¡Sos un fenómeno, amigo! Salió seca y entera. Mirá –bueno… o sea… perdón, es una forma de decir–, en un rato ya viene Quique y terminamos”.
Cuando tengo la cosa más o menos lista, lo llamo a Quique, que se carga todo lo que no sirve (cabeza, manos, dedos, pies) y también hace la limpieza. Él se va derecho para los hornos; y yo cargo en la furgoneta los bolsos y manejo hasta el frigorífico.
Encaro directo para el fondo, donde están las heladeras, esas que Quintana cree que no andan, y preparo la mercadería tranquilo. Nadie me jode acá, estoy solito y en paz. Me caliento unos mates, enciendo la radio y mientras tanto hago los cortes y los distribuyo en las bandejitas. Después cubro con papel film y pongo las etiquetas: lomo, entraña, vacío… Dejo todo listo en la heladera y mañana a la mañana pasa el camión a llevarse el pedido.
Mi suegro sigue pensando que yo soy un boludo; el pobre no tiene idea de que acá hay un solo campeón.