Texto: Diego Tomasi
Lectura: Carlos Borrego
Ilustración: María Belén Echeverría
Estábamos pintando. Pintábamos la pared de uno de los costados. Habíamos logrado ponernos de acuerdo para que la estación pudiera volver a usarse. Se podían hacer talleres o reuniones. Era una pena, acordamos casi todos, que un espacio que suponíamos que había estado tan vivo pasara más tiempo sin ningún uso. Lo importante era arreglar un poco el lugar, limpiarlo, pintar. Armamos un plan en el que todos íbamos a tener que hacer algo en algún momento, y así podríamos dejar la estación lista para que pudiera volver a usarse. No éramos tantos, después de todo. Algunos se ocupaban del interior de las salas. Una en especial, la que había sido la boletería, tenía el piso demasiado estropeado y necesitaba un trabajo a conciencia. Otros arreglaban el jardín, o lo que había sido un jardín, para que el acceso a la estación no fuera tan difícil entre tantos yuyos demasiado altos. Otros pintábamos.
Estábamos pintando, entonces, una de las paredes del costado, cuando la vimos. En el aire, paralela a las vías, justo entre ellas y la estación, a un metro y medio de altura, estaba la soga. Tendría unos diez centímetros de diámetro. Era una soga fuerte, maciza, marrón. Dejamos los pinceles y las escaleras y nos acercamos. La soga, tirante, había aparecido en algún momento entre las ocho de la mañana y el mediodía. Cuando llegamos no estaba, y ahora se la veía con la autoridad de los objetos que ocupan un espacio desde siempre. Miramos para los dos lados. La soga debía ser enorme, dijimos, porque no se veía ni podíamos imaginar cuál era su verdadera extensión. Lo que más impactaba era que se mantuviera con tanta rigidez, a esa altura, y sin ningún sostén a la vista.
La agarramos entre todos y quisimos moverla. Para abajo, o para los costados. Nada, apenas una vibración para justificar el esfuerzo, pero la soga no iba a moverse. Después nos pusimos debajo e intentamos ese movimiento que hacen los levantadores de pesas en las competencias olímpicas. Estábamos perplejos, porque éramos cuatro y teníamos buenos brazos para mover cualquier cosa, pero la soga se mantenía donde estaba. Decidimos buscar más gente.
Con más rapidez que la que había sido necesaria para decidir el arreglo de la estación pudimos organizarnos para averiguar más sobre la soga. Algunos iban a ir hacia el noroeste. En todo el pueblo había cinco bicicletas, número que resultaba suficiente. También había tres caballos, y ellos y sus dueños iban a buscar el origen (o el final) de la soga hacia el sudeste. No dejaba de ser curioso que para casi todos nosotros la soga tuviera una ubicación horizontal, por estar delante de nuestras casas y paralela a las vías y a las calles laterales, pero que en realidad el mapa la ubicara en diagonal. Como nadie podía mirar el pueblo desde arriba, había que conformarse con una visión desde el piso, y con la horizontalidad ficticia.
Los de las cinco bicicletas volvieron casi de noche. Los de los tres caballos tardaron un rato más, y llegaron con toda la oscuridad encima, porque tenían que hacer menos esfuerzo y habían podido llegar un poco más lejos. Ninguno había logrado ver hasta dónde llegaba la soga. De pie en el final del recorrido, las personas habían observado que era difícil precisar cuánto espacio más podía ocupar esa soga. Hicimos el cálculo aproximado de las dos expediciones. Sumadas, daban unos setenta kilómetros. Tal vez más. No había nada que la sostuviera en toda esa distancia. Ni columnas, ni postes. Nada. La soga tenía doce kilómetros y no sabíamos cuánto más podía extenderse. Más allá, a cada lado, íbamos a tener que meternos en lugares vecinos a los que ninguno de nosotros, como nuestros padres y abuelos, había llegado por décadas. Pero estábamos dispuestos a entrar si eso nos garantizaba descubrir el origen de la soga.
Al otro día, muy temprano, volvimos a mandar bicicletas y caballos, pero con las direcciones invertidas y con otros conductores voluntarios. Prometieron ir más allá de los límites, y por las horas que tardaron en regresar, cumplieron. Entraron en terreno desconocido, o ajeno. No había nadie. Tampoco vieron otras estaciones de tren. No nos sorprendió. Después de todo, lo extraño era que nosotros siguiéramos viviendo donde vivíamos.
El resultado de la búsqueda fue el mismo que el del día anterior. Sin otras herramientas disponibles, al final de la tarde concluimos que la soga había resultado ser como el viento, como el miedo. No había manera de saber dónde empezaba, ni dónde podía terminar.
La aparición de la soga cambió casi todas las actividades del pueblo, que no eran muchas. Se pararon las obras en la estación. Se pararon en silencio, porque las personas dejaron de interesarse en sus tareas y solo se acercaron para contemplar la presencia de la soga. Los pocos negocios cerraron, o empezaron a vender en horarios muy reducidos. No nos cambiaba la vida. Casi todos comíamos lo que crecía en los fondos de nuestras casas, o en los fondos de las casas vecinas.
Como no teníamos otras cosas que hacer, acercarse a la soga y mirarla tenía las características de lo extraordinario, lo novedoso. Algunos se traían banquitos desde su casa y simplemente se sentaban a mirar y tomar mate. Otros preferían caminar por el costado, como si fuera el límite de una costanera y del otro lado hubiera un mar agitado. Caminaban cientos de metros, y después volvían por donde se habían ido. Era un paseo nuevo, que nunca hubieran hecho sin la aparición de la soga. Algunos chicos colgaron cintas y formaron arcos para patear un rato la pelota. Otros iban y venían por abajo, como si ese pasaje de ida y vuelta fuese una transgresión, un acto valiente en el que se cruzaba la frontera y se volvía al propio territorio sin daños. Sus madres y padres trajeron ropa y sábanas para secar al sol. Varios trataron de demostrar que la soga podía romperse, y se acercaron de noche con serruchos y fósforos prendidos. Al principio hubo forcejeos e intentos por hacer una guardia casi policial. Después, todos notaron que no tenía sentido defender un objeto que podía defenderse solo. La soga no se cortaba, ni se quemaba, ni parecía ser sensible a ningún estímulo exterior a ella. Lo más cerca que había estado de alterarse había sido aquella primera vibración cuando los pintores intentamos moverla.
Una chica se sentaba todas las mañanas en el piso, justo delante de la soga, con un anotador y un lápiz verde que escribía en negro. Era poeta, pero nunca supimos qué palabras le inspiró ese objeto repentino. A unos metros de ella se veía, dos o tres veces por semana, al pintor. Era un pintor de verdad, no como nosotros que sólo intentábamos remendar con pinceladas torpes una vieja estación. La contemplación de la soga dio por resultado una decena de cuadros, todos iguales, todos inabarcables para nuestra escueta mirada sobre su arte.
No pudimos precisar cuándo ni cómo ocurrió, pero llegó el día en el que nadie se acercó a jugar con la soga, ni a contemplarla, ni a intentar destruirla. Una tarde, o tal vez una mañana, la soga dejó de ser interesante para casi todos nosotros, y simplemente estuvo ahí, rígida, con sus diez centímetros de diámetro y sus incalculables kilómetros de largo paralelos a las vías muertas. Los únicos que seguimos observándola fuimos los que teníamos que pintar la estación. Un tiempo atrás, todos habíamos abandonado nuestras tareas. Ahora, no supimos en qué momento, pero de pronto estábamos lijando bordes confusos, acomodando la escalera, subiéndonos a pintar algún tablón del techo o de la parte de atrás. Y cada tanto asomábamos la cabeza para asegurarnos de que la soga siguiera ahí. Seguía.
Anoche nos quedamos más tiempo del acostumbrado. No estábamos pintando. Habíamos pintado bastante a la tarde, y unas horas después discutíamos minucias sobre el nombre de una calle del pueblo. Nos habíamos metido adentro, y asomaron unas cartas y un vino. No escuchábamos otro ruido que el de nuestras voces cansadas, y fue entonces que nos pareció que cerca de la soga había un murmullo. Había. Dos personas que no conocíamos, que no vivían ni podían vivir con nosotros, inspeccionaban la soga como si fuera la primera vez en su vida que veían algo así. Una soga flotando en el aire, sin sostén, sin final visible, más ancha que cualquier otra soga que hubieran visto. Salimos. Algunos agarramos linternas. Los otros, unos palos que había por ahí.
Dijeron que eran de un pueblo vecino. Manifestamos nuestra incredulidad, y ellos insistieron. Explicaron que habían caminado cuatro días para llegar donde ahora estaban. Llevaban una carga grande en las espaldas, así que tenía sentido que hubieran viajado tanto tiempo. Se podía ver que traían provisiones para una marcha larga. No venían ni desde el sudeste ni desde el noroeste. Venían desde el sur (una vertical en el mapa), y por lo tanto no habían visto nunca la soga. Eso quería decir, supimos enseguida, que llegaban por otros motivos. Algunos de nosotros, los que no tenían linternas, apretaron los puños.
Quisieron explicarnos que para ellos también resultaba curiosa la existencia de forasteros. Nos molestó escuchar esa palabra pronunciada por otros. Dijeron que jamás habían sabido de poblaciones que no fueran la suya, y que tampoco sus padres y sus abuelos habían hablado nunca de otras personas. Les creímos. Pero dejamos en claro que nos molestaba saber que no éramos los únicos en pie desde el cierre de la línea ferroviaria. Dijeron que ellos nunca habían visto pasar ningún tren, ni habían estado en una estación como la nuestra. No vivían al borde de las vías, pero las conocían. Evitamos decir que no sabíamos cuándo había pasado el último tren, porque nunca habíamos visto uno. Ni siquiera los más viejos de nosotros, ni sus familiares de varias generaciones anteriores, habrían podido dar ese detalle.
Les preguntamos de nuevo si venían por la soga. Dijeron que no. Dijimos que debían explicar por qué se habían acercado. Dudaron, pero nosotros no. Si no venían por la soga, venían por nosotros. Nadie debe enterarse, nunca, de esa breve visita.
Mañana vamos a empezar a pintar el frente de la estación.