Texto: Manuel Crespo
Lectura: Nicolás Hochman
Ilustración: Horacio Petre
Llueve. Está lloviendo. Cada tanto pasa algún auto, los faros encendidos en pleno mediodía. Dentro de su negocio, sin dejar de mirar la calle difusa bajo el agua, Arturo Kappel lleva una mano hasta el vidrio que tiene enfrente. Más que desempañar, lo que hace esa mano es recomponer el mundo exterior, devolverle lo sido antes de que la humedad lo enturbiara.
Ahora Kappel también es visible desde afuera, la cara flaca asomando entre cañas de grafito y variedades de anzuelos. La piraña está más abajo, a los pies del maniquí vestido de pescador, suspendida en la soledad de la pecera.
—¿Estás cerrando, Arturo?
La figura se detiene en la entrada. Las gotas caen del rompevientos al parquet desgastado.
—Marini —dice Kappel achinando los ojos—. Pasá. ¿Qué se te ofrece?
—Abono —responde el otro—. Dos bolsas.
Mientras Kappel busca en una esquina, Marini deja un billete junto a la caja, recita el pronóstico de la mañana y después, una por una, las contradictorias frases de ocasión: hacía falta, lo bien que le viene a la soja, igual mejor que ya vaya parando. La lluvia repica contra el vidrio, contra el techo. Cuando Marini vuelve a hablar, es como si la pregunta no se hubiera formulado en su voz, sino en ese repicar disperso, en el asedio múltiple del agua.
—¿Cómo la vienen llevando, Arturo?
Kappel le entrega el pedido y el cambio.
—Bien, Marini. Estamos bien. Saludos a la familia.
Minutos después sale a la calle. Alguien pegó un código de barras en la vidriera. No es la primera vez que pasa: la gente viene del supermercado y a la cuadra ya está revolviendo bolsas, rompiendo paquetes. Kappel se agacha frente a la etiqueta. El toldo flamea y la lluvia lo roza. Hay dos vidrios de por medio, pero de todos modos es como si el código estuviera adherido al lomo de la piraña.
Kappel la mira flotar. Tiene el vientre anaranjado, la boca siempre abierta, los dientes de abajo mucho más grandes que los de arriba. Quizás se esté preguntando qué es esa forma extraña que se mueve frente a ella, que rasca el exterior como intentando alcanzarla. La piraña está dentro de su pecera, que a su vez está dentro del negocio. Una pecera dentro de otra.
Kappel termina de despegar la etiqueta y vuelve al trote. Al rato entra Jorgelina, empapada de pies a cabeza, una bolsa en cada mano. Kappel le pregunta por qué tardó tanto.
—Ya sabés lo que duran las misas —dice ella.
Kappel baja la vista al diario desplegado sobre el mostrador.
—¿Cerramos o comemos acá?
—Comemos acá.
—¿Trajiste para el dientudo?
—Sí. Ya sabés que sí.
Jorgelina se va al cuarto del fondo, donde hay una heladera y un horno chico. Al minuto llegan los ruidos de ollas. Son ruidos distintos a los de hace dos meses. Antes esos ruidos no molestaban, no decían cosas. Y no es sólo en el negocio. En la casa también hay cambios: rezos constantes, olor a incienso. Kappel se negó desde el principio a participar de ese nuevo mundo. Jorgelina y él están juntos en el espacio, eso es todo.
Primero fue la iglesia, después la bruja. Una vieja de piernas chuecas que vive por la Cañada de los Peludos, en una quinta poblada de duendes de jardín. Fueron sólo dos visitas. De la primera Jorgelina volvió muy tarde, llorando. Para la segunda, la vieja le pidió que le llevara algo que hubiera pertenecido a Iván. Esa segunda vez Jorgelina volvió bastante más temprano. En la cara tenía una expresión de disgusto y en la mano el pulóver que se había llevado un rato atrás. Lo único que dijo antes de encerrarse en la habitación fue: “Vieja mentirosa, chorra”.
Y ahora es la iglesia de nuevo. Misa de once, todos los días. Kappel se imagina la escena: el padre Marcelo, los monaguillos, Jorgelina, tres o cuatro crotos en busca de abrigo y un puñado de señoras perfumadas repartiéndose los espacios en la nave de San Beltrán.
A pesar de la tormenta, hasta el mostrador llegan nítidos los golpes del cuchillo contra la tabla de madera.
—Jorgelina.
—Qué.
—¿Sabés cómo se baja el radiador?
—No te oigo.
A la mañana, cuando abrieron, tardaron media hora en hacerlo andar. Kappel ni siquiera sabe cómo lo lograron.
—El radiador, Jorgelina. Si sabés cómo se baja.
—Ah, ni idea.
—¿Y a quién le pregunto?
—Iván sabía.
Kappel mueve la llave para un lado, para el otro.
—No vas a poder, Arturo —insiste la voz de Jorgelina desde el fondo—. Es este calor o nada.
—Entonces lo apago.
—Ni se te ocurra. Prefiero así que muerta de frío.
Alguien abre la puerta y deja entrar la lluvia. Al principio Kappel no lo reconoce. Es como cualquier otro muchacho del pueblo: unos veinte años, los rasgos de la cara todavía por asentarse. El recuerdo recién se despliega cuando el muchacho se arrima un poco más. Uno de los que estaba en la lancha cuando ocurrió todo. Kappel lo vio alguna otra vez, semanas antes del accidente, conversando y riéndose con Iván ahí mismo, mostrador de por medio.
El muchacho se demora un momento entre los maceteros, frente a la pecera del axolotl que nadie compra. Del fondo viene una ráfaga de caldo.
—¿Qué se te ofrece? —pregunta Kappel.
El muchacho se endereza. Es mirarlo a los ojos, confirmar en ellos la culpa, la necesidad de expiarla, y ya saber todo lo que está por decir. Kappel apoya las manos en el mostrador.
—Te conozco, pibe —dice con voz contenida—. No sé tu nombre, pero te tengo de cara. Y creo que sé para qué viniste. No hace falta. Andate.
El parquet cruje a sus espaldas.
—¿Qué es lo que no hace falta, Arturo?
Jorgelina se está secando las manos en el buzo. Kappel sabe que ella sabe quién es el muchacho, cómo se llama, quiénes son sus padres. Jorgelina sabe todo: lo mejor será irse.
En el cuarto del fondo, la olla amenaza con hervir. Mientras explora la heladera, Kappel recibe hilos de la conversación que tiene lugar allá adelante. Jorgelina habla y el muchacho sólo articula una palabra. Perdón. Es muy fácil pedirlo, especialmente cuando no hay perdón que pedir. Iván era uno más en esa lancha. Podría haberle tocado a otro, pero las cosas se dieron como se dieron. Lo único que se pregunta Kappel ahora, tanteando bolsas mientras detiene con la nariz el frío que expulsa la heladera, es cómo va a quedar Jorgelina cuando el muchacho se vaya.
Porque es como le dijo uno de sus amigos, Nápoli o Vedia o Lizasoain, después del entierro: “Preocupate por ella”. Jorgelina estaba en otra habitación, aplacada entre parientes. Preocupate por ella. La gente dice muchas cosas en momentos así. Mejor sería que los dejaran solos, que no manosearan más la herida, pero está visto que el último refugio no existe. Primero Marini, ahora este otro. Perdón. El mundo siempre encuentra el modo de filtrarse.
Al rato Kappel está otra vez detrás de la caja, el plato con la pata muslo sobre el mostrador. Afuera la lluvia se hace garúa y Jorgelina llora despacio. El muchacho no llora, pero tiene la boca tensa. Ya ocurrió el abrazo. Los golpes suenan justo cuando el muchacho está mirando a Kappel de reojo.
—Ya te dije que no hace falta —dice Kappel mientras toma el plato.
Va hasta la vidriera y retira las cañas, las planchas de telgopor con los anzuelos. Del otro lado, en la vereda, lo espera un grupo de escolares. Tienen el pelo mojado, las mochilas y los guardapolvos también. Empalidecidas por la presión, las palmas diminutas se aplastan contra el vidrio.
Los escolares aúllan cuando lo ven aparecer.
—Todos los mediodías lo mismo —se queja Jorgelina—. Deciles que no griten tanto.
Kappel se pone en cuclillas frente a la pecera. Vista desde arriba, la piraña parece mucho más delgada, un cuerpo fibroso y contraído, pura potencia. El Holandés la trajo hace un mes y medio. Descargó la mercadería como siempre y después le pidió a Kappel que lo acompañara hasta el camión. Ahí estaba ella, dentro de la pecera. Algo ocurre con los animales del agua que el hombre convierte en mascotas. Nunca son ellos solos. Son ellos y la pecera. La pecera es la mascota también, la parte de ella que está permitido tocar.
El Holandés le dijo a Kappel que esa vuelta la mercadería venía con descuento y que la piraña era un regalo. Le faltó agregar: un regalo de pésame. El Holandés era así, tan sentimental como extravagante. Le contó que la piraña venía del Amazonas, que un amigo la había traído de allá. Había que cambiarle el agua una vez por semana, darle de comer todos los días. “Ni se te ocurra ponerte a jugar con ella”, advirtió mientras la cargaban hasta el negocio. “Es más rápida de lo que pensás.”
Kappel se arremanga y toma la pata muslo. Los escolares enmudecen.
—Señor, ya sé que usted no quiere hablar conmigo.
Junto a los pies del maniquí ahora están los pies del muchacho.
—Y entonces para qué viniste —responde Kappel, los ojos en el agua—. Correte que me das sombra.
Tiene la pata muslo agarrada del hueso, los dedos bien lejos de la carne. Desde el mostrador, de pronto, la voz de Jorgelina:
—Ni lo intentes, Fernando. No te va a hablar de eso. Él es así.
No bien la pata muslo toca el agua, la piraña se electriza. La superficie se frunce en círculos, burbujea. Kappel siente el leve tironeo en la otra punta. Uno de los escolares susurra algo que el vidrio amortigua.
—Ni yo lo vi llorar, mirá lo que te digo —dice Jorgelina— No lloró nunca, ni en el entierro.
El muchacho ya no le presta atención. Kappel alza apenas la pata muslo. Es parte del espectáculo: la piraña se asoma, las aletas chapotean. Las cosas se dieron como se dieron. El último refugio no existe. Perdón.
—No lo entiendo —dice Jorgelina.
El agua salpica la vidriera, la sombra del muchacho retrocede.
—De verdad no lo entiendo. Es como si creyera que Iván se fue de viaje y que en cualquier momento va a volver.
El último refugio, una pecera dentro de otra. La pecera es la mascota también.
—Pero Iván no va a volver, Arturo.
Preocupate por ella. Preocupate por. Preocupate.
—Iván ya no está y es como si a vos te diera lo mismo.
Kappel sacude la pata muslo; la piraña se suelta; Kappel devuelve la pata muslo al plato. Enseguida después, sonriendo como un mago en pleno remate del truco, muestra una mano a los escolares y la mete dentro del agua.